Historias de Algeciras

Donde no hay sangre no hay morcilla (y II)

  • Tras el fallecimiento de su esposa, Casto tuvo que alejarse de sus hijos al ser trasladado a Algeciras

  • La ausencia se tornó en malas noticias sobre las condiciones de sus vástagos

Puesto de vigilancia de los carabineros en la Punta de Getares.

Puesto de vigilancia de los carabineros en la Punta de Getares.

El aún joven sargento de carabineros Castroviejo, tan acostumbrado a vivir situaciones de riesgo, no estaba preparado para aquella dura prueba de vida. El luto sobre la manga izquierda de su chaqueta –prenda de "cuando se casó"–, o el negro crespón sobre el retrato de su difunta esposa colgado en la pared, como era costumbre en la época, le recordaría no solo el día de boda, sino también su reciente dolor. En aquellos duros momentos, quizá, solo encontraría consuelo y comprensión en su amigo Carlos González y en la mujer de este. De seguro que en las conversaciones con los citados, se oirían consejos como... "Cásate de nuevo, no solo por tus hijos, también por ti". Tal vez le sería sugerido... "Con alguna hermana soltera de Dominga, para que los críos no caigan en manos extrañas (es decir, mediante el llamado "matrimonio sororato", por el que la cuñada del viudo ocupaba el lugar de su hermana difunta. Unamuno, don Miguel, en su magnífica obra La tía Tula, expresaría años después: "Ahora era ya para sus hijos, sus sobrinos; la Tía, no más que la Tía; ni madre ya ni mamá, ni aun tía Tula, sino sólo la Tía"). Y como último recurso, si los anteriores consejos no surtieran efecto, bien pudiera ser, insistirían las amigas voces en... "No te quedará otro remedio que contratar a alguien de la calle, para hacerse cargo de los niños mientras trabajas". Desgraciadamente el fiel amigo Carlos, junto a su mujer, quedaban descartados de tal "ayuda"; ellos también tenían que hacer frente con su exiguo sueldo de albañil a la manutención de una buena prole. La negativa asunción de tal obligación por el matrimonio amigo podría fundamentarse en la frase esgrimida por un personaje de la siempre admirada Pardo Bazán, doña Emilia, quien en su magnífica novela titulada La madre naturaleza (1887), pregunta: "¿Y si nos entran los pobres y nos roban nuestra pobreza?".

Si bien en los primeros momentos Filomena maduró con gran rapidez, como su padre, al parecer, jamás se podría haber imaginado, rápidamente quedaría demostrado que aquella era una carga excesiva para una niña de tan solo diez años y, por tanto, había que buscar una pronta solución. Y la única que se le ocurría a aquel atribulado progenitor viudo, a corto plazo, consistía en meter a una mujer en su casa que hiciera de madre postiza. Los días pasaban y la decisión se iba postergando. Pero un hecho aceleraría los acontecimientos obligando a Casto a tomar una urgente decisión. Quizá una mañana, tras entrar con castrense puntualidad en su pequeño despacho, sito en el cuartel de Carabineros situado en la zona de Portugalete, Casto tomaría asiento para espulgar, dentro de su sargentía, los partes e informes del día anterior. Aquel papeleo elaborado por sus subalternos y que debía ojear para, una vez eliminados los asuntos menores, dejarle a su superior inmediato aquello que realmente tenían su enjundia, su miga, no consiguió sustraerle de su preocupación familiar. Tal vez fuera un imberbe carabinero o fue quizá, simplemente, tomado "en propia mano" del diligente y diario correo, quien le haría entrega de un sobre color sepia que, además de portar su nombre le cambiaría su vida. Sea como fuere, tras abrirlo con rutinaria diligencia, sacaría del interior el oficial escrito, que de modo claro, frío y escueto señalaba su nuevo destino: Algeciras.

La única solución para el atribulado viudo era buscar a una mujer que fuera madre postiza

Sabedor de la cercana presencia de un compañero que había estado años atrás por estas tierras, Casto le expondría mil preguntas sobre su nuevo, lejano y desconocido lugar llamado Algeciras. Posiblemente obtendría la tradicional respuesta que "ni promete ni compromete": "Ver, oír y callar". Si presionas excesivamente con la normativa al paisano, te puedes indisponer con los de abajo; en cambio, si eres flexible con el de abajo, te enemistas con los de arriba. Los lazos invisibles, en los que no debo creer, como en las meigas de mi tierra, haberlos haylos. El eterno enfermo de morriña, como buen gallego, no había dicho nada pero lo había aclarado todo. Aquel consejo igual servía para un carabinero que para un ministrable.

El tiempo se echaba encima. Algeciras quedaba muy lejos, en la otra punta de España, y había que tomar decisiones. Primero, ¿que hacer con los niños? Casto se había fijado en una señora, sin carga familiar, y que según la documentación consultada: "Contrató los servicios de quien parecía ser una buena mujer, viuda y vecina de aquella ciudad vizcaína, y de nombre Petra Rodríguez Eguía. Quedando esta encargada de los niños, sus ropas, y sus muebles y recursos y alimentos". El padre de los menores, hombre responsable, serio y cumplidor: "Enviaría semanalmente los fondos necesarios", según el acuerdo al que habían llegado ambos para el "sostenimiento de su familia". Solucionado el asunto de sus hijos –en principio–, Casto afrontó el duro y largo viaje que le aguardaba. Tras dar a la señora Petra los últimos consejos y recomendaciones: "Para el mejor cuidado de sus vástagos y de su hogar". Casto, con todo el dolor de su corazón, se despediría de sus cuatro hijos, teniendo de seguro a su difunta esposa en el pensamiento. Se marchaba al otro extremo de la península, con todo lo que ello bien suponía de alejamiento de Filomena, Domingo, Ramiro y la más pequeña de todos, Crédula ("la que cree").

Atravesando una gran cortina de humo llegó el tren proveniente de Bilbao hasta la estación madrileña del Norte. A partir de aquel momento, Castroviejo iría en dirección hacia lo desconocido: el sur. Y así, con la paciencia por bandera y sin caer en la desesperación del tiempo, ni en inoportunas averías, a pesar de que alguien bien le podría haber indicado que la alegría de bajar Despeñaperros no era coincidente con la desesperante lentitud de su subida; como así constataría cierto padre de un afamado "cataor", quien décadas más tarde, y al viajar en sentido contrario al de Casto, testigo de la entrada de la vaporosa máquina en la estación de Atocha, haciendo alardes de pito y humos, vociferó por la ventanilla de su vagón: "Los cojones en Despeñaperros". Testicular anécdota aparte, el tren de Casto llegó hasta la algecireña estación, sita en la calle Ramón Chíes –futura Avd. Agustín Bálsamo–, sin novedad alguna.

Extracto del acuerdo entre Casto y Petra Rodríguez. Extracto del acuerdo entre Casto y Petra Rodríguez.

Extracto del acuerdo entre Casto y Petra Rodríguez.

Tras recoger su equipaje la lógica se impondría en su proceder. En aquellos últimos años del siglo que estaba a punto de fenecer, la Comandancia de Carabineros de Algeciras, sita en la calle Ancha, estaba al mando del teniente coronel Antonio Rovira Sabatel, ejerciendo como comandante jefe, Fernando Bretón Carra. La Casa-cuartel se encontraba en la calle Soledad, también conocida popularmente como Aduana; para años después recibir la denominación de José Santacana. Por el pronto, Casto, bien pudo quedarse tras presentarse a sus superiores en la popular –sobre todo entre los miembros solteros del cuerpo–, y afamada Posada de Clemente. Céntrico edificio, junto a la plaza central de la ciudad llamada Alta, aunque oficialmente se denominase de La Constitución. Pronto se daría cuanta de la "especial" personalidad de los algecireños y su costumbre de nombrar los lugares como lo hicieron sus antepasados, y no como bien pudiera establecer la oficialidad municipal. Resultando de tal que calles o plazas tuvieran dos denominaciones, o incluso tres, según el caso. Aquella posada, en la que se respiraba el ambiente del "Cuerpo" por cada rincón, era propiedad de un excarabinero de nombre Clemente Delgado Ramos, esposo de una emprendedora mujer llamada Francisca Valdía Salas, quien antes de conocer a su marido había comprado aquella gran vivienda, sita en el Callejón de San Pedro, pero que todos los locales –en aplicación de la rareza expresada anteriormente–, nombraban con gran sorna: Callejón del Ritz, pues así y en recuerdo del aristocrático hotel madrileño llamaban jocosamente a tan humilde pero siempre limpia pensión de Clemente y Francisca.

“Ver, oír y callar” fue seguramente la repuesta que oiría al preguntar por Algeciras

Pasaron los días, las semanas, y aquel sargento de carabineros se fue adaptando poco a poco a la nueva ciudad; eso sí, centrando su quehacer diario en su trabajo y en la correspondencia que varias veces por semana proveniente del otro extremo de la península le informaba sobre el estado de sus cuatro hijos. Esa sería la simple, pero difícil vida de aquel maduro suboficial del orden público en aquella "inglesada" ciudad de Algeciras. Y así, el sargento Castroviejo se convirtió en una pieza más del engranaje de la Comandancia de Carabineros de Algeciras, estando entre sus cometidos: la supervisión de los subalternos, la inspección de los servicios, o la rápida información de novedades a sus mandos superiores inmediatos, entre otras. Con el tiempo, lugares tan conocidos de la zona relacionados con los puestos para la vigilancia y represión del contrabando como Rinconcillo, Paredones, Ojo del Muelle, Las Barcas, Punta de San García, Punta de Getares, Cañada del Peral o El Tolmo, entre otros, le resultarían de lo más familiar. Sin duda, en alguna que otra ocasión, visitando puestos tan alejados pero ubicados en parajes tan bellos como, por ejemplo, los dos últimos referidos –Cañada del Peral o El Tolmo–, recordaría a la que fue su esposa y lo que le hubiese gustado compartir con aquella las impresionantes vistas del Estrecho de Gibraltar que vislumbraría desde los apartados y nombrados puntos. Otras, viendo a los jóvenes algecireños disfrutar bañándose en el mar, junto a los cercanos puestos de vigilancia de Getares, Rinconcillo o la playita que nombraban Murillo, también recordaría a sus cuatro hijos, puestos en la confianza de la señora Petra y su presupuesto "buen hacer" para con ellos. Y es ahí, en la presunción que de las personas esperamos, de donde surgió la mala nueva que tanto podía temer; agravada, sin duda, por la lejanía que impedía defender lo que más amaba en el mundo, sus hijos.

El amigo Carlos González se convirtió en el protector de los hijos del carabinero

Todo ocurrió cuando su gran amigo, el albañil con el que además de compartir txikitos, también fue partícipe de los tristes momentos tras la pérdida de su esposa, se puso en urgente contacto con él. Carlos González, sabedor de la lógica inquietud de su amigo Casto por el bienestar de su prole, buscaba, de vez en cuando, momentos para acercarse y conocer la realidad que acontecía en aquel hogar que su amigo, muy a su pesar, había tenido que dejar junto a sus cuatro hijos, y en manos de una extraña. El albañil González, tras ver la dura realidad por la que aquellos menores estaban pasando, no pudo por menos que ponérselo en conocimiento de su amigo del modo siguiente, según se recoge en el documento consultado y que sirvió de base para la posterior acción legal que emprendió el sargento Castroviejo, denunciando a la tal Petra Rodríguez: "Lejos de cumplir su cometido, ni cuida de sus hijos, ni de los intereses que le confió". El dolido y a la vez indignado padre, facultó, de acuerdo a los legales instrumentos, a su amigo Carlos para que: "En su nombre y ante la ley pudiera: Recoger de la citada Petra Rodríguez sus cuatro hijos y cuantos muebles y efectos conserve en su poder de su pertenencia; siguiendo en ello las instrucciones que le comunicará para cubrir las atenciones de los mismos niños, empleando para ello, en caso necesario el auxilio de la autoridad competente y ejerciendo, en su nombre, cuantas diligencias judiciales y extrajudiciales hubiera a lugar". La tal Petra, con su mal proceder, le había demostrado, como dice el viejo refrán castellano que tanto le había oído decir a sus mayores: "Donde no hay sangre no hay morcilla".

Casto, ya fuera por traslado, enfermedad, o jubilación, lo cierto fue que su nombre desapareció de las órdenes de la Comandancia de Carabineros de Algeciras. Sin duda, su forzada presencia en nuestra ciudad le serviría para describirles a sus hijos la belleza que encierra el Estrecho o la cercana Bahía; ya fuera vista, respectivamente, desde un lejano lugar llamado El Tolmo, o desde cualquiera de los estratégicos puestos que se asomaban, como si de un balcón se tratase, a la mítica roca de Gibraltar.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios