Campo chico

De El Kursaal al Instituto

  • Puede que la travesura de asar sardinas en los bajos ayudándose de latas acabara con El Kursaal

  • El empeño del alcalde Gázquez Morales de levantar un nuevo edificio dio sus frutos

El Kursaal, con el Campo de Golf al fondo y la piedra morena a la derecha y en primer plano (1924).

El Kursaal, con el Campo de Golf al fondo y la piedra morena a la derecha y en primer plano (1924).

Muchas veces he hablado del Instituto. Con compañeros, profesores, arquitectos o interlocutores circunstanciales que estuvieron en él o lo conocieron. A veces también por alusiones a su diseño. La conclusión es que es una obra arquitectónica excepcional y tengo la impresión de que no está valorada como merece. Al menos, no conozco referencias de expertos o periodísticas que permitan considerar la importancia de ese querido edificio, ni reseñas o iniciativas municipales al respecto; bien que, en todo caso, está registrado desde septiembre de 2008 en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz. El arquitecto, Trinidad Solesio González, diseñaría en 1948, unos años después de hacerlo con nuestro Instituto, junto al arquitecto madrileño, Joaquín Muro Antón, el edificio conocido como La Adriática –fue encargado por la compañía de seguros del mismo nombre– en el número 34 de la calle del Coso, en Zaragoza, junto a la popular iglesia de la Mantería, en la plaza de San Roque. Estrecho y con algo más de 40 metros de altura, esta singular construcción marcó un hito en el paisaje urbano de la ciudad –el rascacielos de Zaragoza, decíase en la época– y en 2009 fue catalogado en el Patrimonio Cultural de Aragón.

José Juan Yborra, que fue alumno y profesor del Instituto, cuenta, sin límite de espacio, la historia del diseño y del proceso, largo y dificultoso, de la construcción del histórico edificio que sucedió apresuradamente a aquel del que acabó tomando el nombre. Un pabellón de madera y cristaleras, construido en una plataforma elevada sobre la orilla del mar en la playa del Chorruelo, frente a la que se situaba el Hotel Reina Cristina. El Kursaal fue un poco de todo, a lo largo de su prolongada vida, hasta acoger en 1933 las enseñanzas regladas de lo que entonces se llamaba Bachillerato, entre los 10 y los 17 años. Antonio Ramos Argüelles, que nació, como él mismo dice, "en una aldea de pescadores" llamada Puente Mayorga, fue alumno de aquel Kursaal que quizás sea el más pintoresco marco acogedor de un instituto de bachillerato de cuantos en el mundo han sido. Su primer curso allí, sobre aquella playa urbana con restos de las murallas de la Villa Vieja andalusí, fue el 1937/38. Por esas fechas, probablemente fuera la venerable profesora Carmen Fontecha, discípula de Menéndez Pidal y figura relevante de la escasa y eximia clase intelectual de aquel tiempo, la única figura del cuadro docente en activo que, ya al borde de su jubilación, ejercería en el nuevo instituto dependiente del Estado: el Instituto Nacional de Enseñanza Media de Algeciras. A punto, eso sí, estaban de incorporarse Francisco Bravo, Marina Vicent y Juan Aguilar. Ellos, los bedeles y los alumnos sufrieron la apresurada transición motivada por un incendio que destruyó completamente el salón Kursaal, cuando el nuevo edificio estaba en la fase inicial de su puesta a punto para hacerlo habitable.

Cartel conmemorativo del 75 aniversario del Instituto. Cartel conmemorativo del 75 aniversario del Instituto.

Cartel conmemorativo del 75 aniversario del Instituto.

Dice Ramos que la primera vez que entró en el Kursaal iba de la mano de su madre a hacer la matrícula y se sorprendió ante su aspecto señorial y el hecho de parecer que flotaba sobre las aguas. Le pareció que aquello se parecía a la imagen que tenía del Arca de Noé. Había sido realmente construido hacia 1920 para ser casino y salón de baile. Los alumnos más atrevidos bajaban a "la cueva", que era como llamaban a los bajos del edificio, donde estaban los servicios. Allí, con frecuencia, encendían fuego en latas usadas y asaban sardinas, que habían caído de los barcos de pesca o que recogían a escondidas en el puerto, mientras ayudaban a los pescadores en el trasiego a tierra de la mercancía. Entre el pabellón y el hotel, había una espesura sin cuidar, aneja a un chalet, en la que daban rienda suelta a sus travesuras. La llamaban "la selva" y era el complemento ideal a la aventura marina que se desarrollaba en los bajos del edificio. Los bedeles, llegada la hora de clase, tenían con frecuencia que descender a la cueva o ascender a la selva para inducir a los alumnos a volver a clase. Desde la entrada, el edificio tenía un gran pasillo que se dirigía hacia el fondo y otro perpendicular, que constituía con aquel una cruz cuyo cuerpo principal acababa en otra puerta que daba al mar y permanecía cerrada y clausurada. Dos habitaciones centrales, de mayor tamaño, se destinaban a oficinas y despachos, y las demás a aulas y laboratorios. Salvo la fachada principal, todo daba al mar que se veía a través de grandes ventanales; la luz inmensa de la bahía inundaba todos los rincones. Cuesta creer que los muchachos prestaran la atención debida. Sin embargo, Antonio Ramos habla muy bien de aquel escenario y, salvo en algún caso aislado, se refiere a los profesores con admiración: "Había un cuerpo de profesores que, salvo muy contadas excepciones, hacían de su profesión un servicio y un ejercicio con toda plenitud y conciencia. Muchos de ellos no era profesores de profesión, pero suplían, acaso, su falta de conocimientos con su voluntad de enseñar, su vocación y su plena dedicación".

El Kursaal hacia 1940. El Kursaal hacia 1940.

El Kursaal hacia 1940.

Puede que una de aquellas travesuras, la de asar sardinas en los bajos ayudándose de latas en las que se encendía fuego, fuera el origen del devastador incendio que acabó por completo con el Kursaal. Pero es más verosímil que el rudimentario tren de carbón que transportaba piedra de cantera, desde Los Guijos hasta la Isla Verde, y pasaba a todo trapo por delante del pabellón dejara caer sobre la abundante madera de su estructura una de las muchas ascuas que se escapaban de las entrañas de su máquina. El caso es que con el curso 1942/43 empezado y las aulas llenas, en la mañana del día 16 de octubre de 1942 las llamas se apoderaron de todo aquello hasta reducirlo por completo.

El Instituto es una obra arquitectónica de carácter excepcional y poco valorada

El parque de bomberos más próximo era el de Gibraltar y parece que la distancia sembró la resignación en el pueblo. Se evacuó a las personas, se salvó cuanto se pudo y el Instituto de El Calvario pasó a ocupar el protagonismo indiscutible en la tarea de aplicar lo reglado en cuanto concierne a la enseñanza secundaria, en toda la comarca.

Cuando yo ingresé en el Instituto, diez años más tarde, el formidable nuevo edifico estaba recién sacado del horno. Las vueltas y revueltas que dieron el arquitecto Solesio y su equipo y el empeño que puso el gran alcalde –excelente fotógrafo– José Gázquez Morales, habían dado sus frutos. Tras cinco o seis años arrastrando carencias, mi promoción se encontró con todo a punto.

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