Navíos de la memoria
A vista del Águila
A nuestras orillas no se han acercado solamente grandes navíos; otras embarcaciones fotografió Miguel Ángel Del Águila en estampas que forman parte de nuestros recuerdos
En busca del abrigo del puerto acudieron balandras, bergantines, corbetas, falúas, galeras, jabeques, paquebotes, antes de que arribaran lanchas, petroleros, frigoríficos, transatlánticos, pesqueros, fragatas, barcos mercantes, transbordadores y hasta portaaviones ligeros. Todos dirigían su proa al abrigo de la isla Verde o la enfocaban a los duales vientos dominantes en las profundas aguas de la bahía.
El mar y los barcos forman parte de las capas más hondas de una ciudad que con sus sirenas ha adivinado los cambios de tiempo, la llegada del taró o el movimiento de los buques. Unos transportaban viajeros; otros, preciadas cargas; unos mostraban el gris de inquietantes guerras; otros los vivos colores de quienes viven de la mar. No eran solo altivas proas, profundas quillas, ostentosos mástiles y grúas las que se han acercado hasta nuestro puerto: embarcaciones preñadas del leve poso de lo humilde atracaban también junto a muelles y cantiles; barcos de coloridos contornos alegraron nuestra línea de costa; barcazas planas surcan nuestros recuerdos sumando costumbristas celebraciones a historias menos conocidas.
De todas ellas se sirvió Miguel Ángel Del Águila para reflejar estampas con los tonos grises que la memoria alumbra.
Luciérnagas de agua
Plenitud de junio en cielo y mar. Aún no había comenzado el verano de 1975 cuando el fotógrafo se asomó a las orillas del muelle pesquero para captar esta imagen donde ningún ser humano distrae la atención. Mar plano de poniente en calma que refleja temblorosos los perfiles lineales y los focos metálicos de los botes de luz que escoltan a invisibles barcos a los que seguían en las faenas diarias de pesca en la redonda perfección de la bahía. Por la noche salían por la bocana del puerto para deslumbrar con sus redondos focos a boquerones de salada plata y sardinas de falsa luna que a la mañana siguiente se cubrían de vinagre o de aceite ardiente en negras sartenes de cocinas blancas.
Coloridas proas enfrentadas, anclas de hierro al sol, cables tensos, cuerdas, sogas, frente a parejas de pesqueros amarrados a estribor de las lonjas en una sucesión de naves junto a catedralicios techos de medio cañón y alto cielo de calima y yodo. Nada se mueve; nada sucede en la tarde detenida de un verano en ciernes, cuando la luz del sol mantiene desiertos y apagados los escuetos perfiles de esas luciérnagas de agua.
Mar de regatas
Las costas de la ciudad y el entorno portuario están habituados a quillas con funciones comerciales o logísticas; sin embargo, también los han surcado naves que han tenido en el entretenimiento, el deporte o la competición su razón de ser. Una tarde del mes de abril de 1980, Miguel Ángel Del Águila se desplazó hasta el extremo norte del rompeolas de la isla Verde para tomar a contraluz esta imagen de una regata de embarcaciones de vela ligera que en esos momentos se estaba desarrollando en la bocana del puerto. Soplaba un poniente largo que apenas picaba la superficie del mar, aunque sí tensaba las velas y obligaba a esforzarse a los tripulantes que bregaban en el costado de estribor de cada una de ellas.
Dirigen su proa al noroeste, dejando a babor una ciudad que se convierte en telón y horizonte: la concha espiral de los tejados de la Escuela de Arte y los bajos edificios militares del final del paseo marítimo han sido superados por bloques y más bloques que forman rectangulares pantallas de horizontales líneas. El sol apenas permite vislumbrar el inclinado perfil de las Esclarecidas tras el que se oculta el valle alto del río de la Miel. En un lugar tan acostumbrado a ellas, solo las grúas de nuevos edificios en las lejanas curvas de la carretera de Málaga se asoman a un mar donde el viento y la velocidad podían llevar al triunfo.
La Caracola de Algeciras
Fue icono de muchas infancias mientras permaneció atracada en el muelle Chico y realizábamos furtivos abordajes sobre su solitaria cubierta desde donde pequeños mástiles apenas ocultaban la cúpula de la comandancia y las anaranjadas tejas de la aduana. Parecían inabarcables las dimensiones de aquella embarcación de cubierta tan plana atracada siempre frente al Club Náutico, junto a un pequeño faro de dimensiones humanas.
Entonces no sabíamos que había sido una lancha de desembarco del ejército norteamericano y que había surcado pacíficos océanos en misiones de guerra; no sabíamos que llegó a Algeciras a mediados de los cincuenta para sustituir a la Anguila en su intención de realizar avituallamiento de agua y víveres a otras embarcaciones mayores; tampoco sabíamos que su edad dorada comenzó a finales de aquella década, cuando sirvió para que los pasajeros del Independence o el Constitution desembarcaran en la ciudad procedentes de Nueva York con destino a Génova, como una rubia actriz camino de diminutos principados y regias bodas de papel cuché.
Solo sabíamos lo que recoge la imagen del fotógrafo: que cada 16 de julio servía para que el paso de la virgen del Carmen se embarcara sobre su cubierta entre gladiolos y devotos, allegados y uniformes. Guirnaldas de mirto y de bombillas, banderolas, ramas de palmera, marineros, monaguillos, cruces parroquiales y bandas de música en cuidada formación cubren la cubierta en costumbrista escena.
La ciudad invadía el puerto y la vieja barcaza era escoltada por embarcaciones sonoras y repletas. Nadie recordaba bélicos desembarcos, ni rubios tacones de americanas suelas, pero todos acudíamos a verla cuando caía el sol el primer día de la canícula, cuando las abuelas nos decían que ya podíamos bañarnos sin peligro, porque las aguas habían sido bendecidas desde su cubierta.
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