Sansalvador Piné
CAMPO CHICO
No podía imaginarme yo que Dios aún quisiera regalarme más de tanto como ya me había dado con mi amigo
Nos quedamos sin él con pena, pero nos consuela saber que habrá mucha alegría en el Cielo con su llegada
La muerte es algo natural y aún más para los cristianos y, en general, para los creyentes. Para nosotros es el momento de rendir cuentas, de mostrar a Dios el contenido de nuestras redes, las redes de arrastre con las que a lo largo de la vida hemos ido recogiendo los frutos de nuestras acciones y actuaciones. Dios está ahí esperando y no importa el rito aportado por la cultura en la que hemos vivido. Yo diría que ni siquiera importa que no nos hayamos acomodado a alguno de tantos como las sociedades han creado. Estoy seguro de que la misericordia divina sabrá discernir entre la pureza de alma y el cobijo cultural que el rito ha dado a su envoltura humana. Cuando se nos muere un ser querido, inevitablemente soportamos el dolor que nos produce la idea de que su desaparición es irreversible. Pero debiéramos comprender que es su vida lo que cuenta, lo que compartió con nosotros, lo que disfrutamos de él, lo que sufrimos con él, lo que significó para nosotros y los beneficios que nos proporcionó su proximidad o su compañía. El dolor de la pérdida debiera estar mitigado, confortado, por la alegría de haber podido tener con nosotros a quien la produce. El blanco intenso es el color del luto en las civilizaciones orientales, el blanco de la gratitud, de la paz y de la esperanza, de la pureza y de la inocencia, es el color elegido por la iglesia católica para las vestiduras del papa.
Mi edad y mi naturaleza, la que me da la nacencia, la voluntad de Dios en fin, me están permitiendo ver cómo se marcha mi gente para siempre, mi familia, mis amigos y mis maestros, aquellos de los que aprendí aún sin conocerlos personalmente, aquellos que me proporcionaron paz y me transmitieron belleza. Se fueron, no voy a volver a verlos, pero siguen aquí. Están en mis reflexiones y en mis recuerdos, en mis pensamientos y hasta en las formas con las que trato a mis semejantes. Ya es una nómina inmensa, pero caben dentro de mí sin ni siquiera molestarse entre ellos. No son pocos aquellos de los que ni siquiera sé si viven, pero están. La muerte no es nada, ni es el final ni acaba con nada, todo lo que llenó tu corazón sigue en él y las personas a las que quisiste siguen estando entre tus amores, aunque ya no estén físicamente a tu alcance. Mi nacimiento, en la madrugada de un día de agosto en Algeciras, fue para mí una bendición de Dios. Fue en una habitación con cierro y maderas verdes, en donde la calle Real remansa su pendiente. El ruido de la Plaza empezaba a despertarse y por la calle ya bajaban algunos pescadores o quizás unos marineros, o puede que fueran trabajadores camino del barquito de Gibraltar. El mar se percibía y la Plaza le ponía música y pan a las pavanas. Todo sigue estando en mí, la escena, el ruido y los actores. Cuando ya levantaba unos palmos del suelo, me pegaba al flanco norte del cierro a ver bajar a la gente. Un día grande era cuando Clavijo salía vestío de torero para hacer el paseíllo con algún espada que toreaba esa tarde en La Perseverancia. Aquel era un espectáculo del que pocos niños podrán disfrutar.
Conocí pronto a Justo Sansalvador Piné. En mi Instituto de mi alma, donde me hice jovenzuelo junto a gente maravillosa. Era guapo y entonces tenía un pelo ensortijado, entre rubiasco y pelirrojo. Me quedé perplejo cuando supe que era hijo de Don Justo, el músico militar que desfilaba delante de la banda que seguía a todas las procesiones de semana santa. Don Justo era la personificación de la paz, de la bondad. Su uniforme de capitán se te figuraba el de un monje. El Ejército en su función de preservar la paz parecía haber sentado plaza en aquel hombre bueno, que seguía a los tronos acompañándolos con su andar pausado y con su música. No me podía creer que Justo, mi nuevo compañero fuera hijo de ese señor que me inspiraba tanto respeto. Así que un día pude estar cerca de Don Justo. Había venido de Cocentaina, donde nació en 1900, un histórico municipio alicantino, pegado a la provincia de Valencia, en pleno corazón de la bella Comunidad levantina cuyo himno advierte desde sus primeros acordes, de un sentimiento profundo de españolidad. Desde 1990 existe en esa ciudad el Orfeó Contestá Just Sansalvador. En una tierra de música y de músicos, donde abundan las bandas y donde el valenciano es muy hablado desde siempre. A Don Justo se le notaba mucho el acento. Pero a mí ya me era familiar ese acento tan frecuente por aquí entre pescadores, armadores y gente de la mar. Que formaba parte de nosotros, los niños del Instituto, desde que Don Arturo apareció con un enorme compás de madera bajo su único brazo, el izquierdo, y nos dejó a todos embobados dibujando en la pizarra con una maestría y habilidad admirables.
Hace unos tres años que se han cumplido cien del nacimiento de Don Arturo en Tabernes de Valldigna, una ciudad costera al sur de la provincia de Valencia cercana a Cocentaina, a menos de setenta kilómetros. A menos también de una hora de camino, Tabernes tiene algunas de esas playas que frecuentan los contestanos. Como Don Justo, Don Arturo sentó plaza en nuestros corazones adolescentes y ahí siguen sin que la intensidad de sus imágenes y de sus recuerdos haya disminuido un ápice. Milagros, la hermana mayor de Justo era guapísima. Todos los Sansalvador son guapos, pero Milagros detenía el tiempo y la mirada a cualquiera que tuviera la oportunidad de verla de cerca, y bien que hacíamos todos por acercarnos lo posible dominando esa timidez que sientes ante la belleza. Además, Milagros era un poco más mayor, así que no había quien diera un paso al frente. Se fue a estudiar Farmacia a Granada, cuando había todavía pocas mujeres que con menos de veinte años, se desplazaran de sus casas a otros lugares. En la facultad conoció a Antonio Hernández un valenciano brillante y de buena estampa que se trajo a Algeciras donde en poco tiempo se integró por completo. Hasta el punto de no sólo montar su farmacia sino también de convertirse en catedrático de Ciencias Naturales del Instituto. La farmacia que hoy regenta su hijo Javier –los tres hijos son farmacéuticos− en la confluencia de la calle Larga con General Castaños, es una de las más bonitas del mundo. En su fachada, de un buen gusto que se irradia en todas direcciones hay una referencia a nuestro queridísimo Paco El Cortina, un detalle que eleva ese buen gusto a una alta potencia.
La compañía de Justo, claro, era muy solicitada por las muchachas de nuestro tiempo. Hicimos un viaje a Ceuta, a la feria que acompaña a la festividad de la Virgen de África, con unas cuantas paisanas de esas que da gusto ver a cualquier hora. Ellas, apenas si nos prestaron atención a los demás, Justo y esa sonrisa que le acompañaba se quedaron con el afecto de todas ellas y con algún suspiro desapercibido. Ha habido suerte porque esa sonrisa que le regalaba Justo a todo el mundo se ha quedado en el bellísimo rostro de su hija Emma, que parece haber heredado gran parte del resplandor de su tía Milagros. Justo se fue a estudiar Ciencias Químicas a Sevilla, un año después de que yo disfrutara de aquella querida universidad, espléndida en su historia y en la monumentalidad de la vieja Fábrica de Tabacos en la que yo cursé mi primer año de carrera. Pero ni en Sevilla ni en Granada podía estudiarse Matemáticas. Sólo el primer curso, común entonces a las carreras de ciencias y de escuelas técnicas superiores, estaba a mano de los andaluces. Así que Justo se quedó en Sevilla y yo marché a Madrid. No perdimos nunca el contacto, pero no podía imaginarme yo que Dios aún quisiera regalarme más de tanto como ya me había dado con mi amigo y su admirable familia. Una hermana pequeña de Justo, llamada Julia, que recordaba la luminosidad de la mirada de Milagros, se cruzó siendo poco más que una niña, con Ignacio, mi único hermano, y claro, la integró en su vida para siempre. Así que ahora existen unos cuantos Pérez de Vargas Sansalvador dando lustre a mi apellido.
No creo que pueda pedírsele más a mi viejo y querido amigo Justo, me ha dado tanto que me da igual mirar a cualquier parte para verle y para sentirle. Su madre, Eduarda Piné Natera era una joven de familia bien cuando Don Justo apareció en Algeciras –donde tiene una calle a su nombre y en cuyo Cubo de la Música permanece su obra− en 1933. Los Piné era gente de posibles y entre otras cosas, poseían una fenomenal tienda de muebles en una de las esquinas que hace la calle Larga con Carretas o General Castaños. Aprovecho para advertir que el nombre del general, que es el que oficialmente lleva, lo reservan los algecireños sobre todo para el tramo que desde ese cruce va hasta José Antonio, o Radio Algeciras. Lo de las calles de Algeciras es especial, como nosotros mismos. Quizás sea la única ciudad del mundo en donde hay un rótulo que prolonga una calle que no existe. Está enfrente al monumento a la madre (a la madre gordita). Y tiene su historia. Ese tramito de calle entre el principio de la cuesta de la calle Cánovas del Castillo y el edificio de los Gálvez, tiene un rótulo que dice “Prolongación de la calle Real”. Habría que preguntar en el Ayuntamiento que cómo es que se prolonga el nombre inexistente de una calle y cómo es que se hace dentro de una que tiene otro nombre. Es ahí donde Recagno, un gibraltareño emprendedor, muy querido en Algeciras, tuvo su relojería-platería a la que, como ya conté, numeró con el once añadiendo un uno al uno que lo era de la calle Cánovas del Castillo, dejando a ésta para siempre sin número uno. Le gustaba más ser el once de José Antonio.
La madre de Justo, Eduarda, era próxima, extrovertida y ocurrente; muy de nuestros modos. De muchacha trabajó con sus hermanas en la mueblería de su padre, que ya mucho después regentaría su hermano Eduardo Piné. Justo solía decir que su abuelo materno era rico pero –añadía− “no me dejó más que la chepa y los andares”. Él, Justo, nos ha dejado a sus paisanos la sensación de su acogedora bondad y la presencia de una sonrisa franca y abierta. Fue de los primeros titulados superiores que trabajó en Refinería, donde era muy querido, y perteneció a aquellas magníficas promociones que egresaron del Instituto en los últimos años cincuenta. Vivió la Sevilla universitaria de los años sesenta, cuando la Facultad de Ciencias se alojaba en el flanco de la Fábrica de Tabacos que daba al Parque de María Luisa. Todavía entonces, la Feria de Abril se plantaba en el Prado de San Sebastián, precisamente en la inmensa explanada enfrentada a la fachada principal de aquel impresionante edificio. Nos quedamos sin él con pena, pero nos consuela saber que habrá mucha alegría en el Cielo con su llegada.
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