Campo Chico

Cuando llegó el Banco de Bilbao

  • El Banco de Bilbao venía a unirse a las numerosas entidades financieras que iban situándose alrededor del mercado

Calle Real, esquina con Santa María.

Calle Real, esquina con Santa María.

Desde mi balcón del número diez de la calle Real, a unos pocos metros del callejón Santa María, podía ver cómo demolían el macizo de casas que formaban la esquina del Ojo del Muelle. No era consciente entonces de que estaba llegando un tiempo de borrón y cuenta nueva. El Banco de Bilbao iba a instalarse allí, cerca de la Plaza y en la acera de Oriente y de los Ortega.

Yo no conocí el pequeño puente andalusí que en la callejuela había servido de arco a la entrada del mar. No era un puente de paso sino un arco avisador para los pequeños barcos, de que se entraba en la ciudad. En la Plaza Baja hubo una especie de lago marino y seguramente alguna atarazana, y se accedía por esa entrada, tan angosta que no daba más que para embarcaciones de poca envergadura. No sé si alguna vez ha podido encontrarse algún vestigio por los alrededores, de tratamiento del pescado, pero lo cierto es que esa calle –el Ojo del Muelle– que siempre se llamó así, fue un brazo de mar. En el chaflán que hacía el callejón Santa María con la calle Real, vivía la Chana, una señora muy acogedora, llena de nietos que daban vida a la calle. Un poco más adentro la Tangerina era un adelanto al menudeo del estraperlo que tanta vida dio a la zona baja de Algeciras, desde la Plaza y la calle Tarifa al Río y desde la Marina a los Callejones.

Ojo del Muelle (c.1900). Ojo del Muelle (c.1900).

Ojo del Muelle (c.1900).

Mi abuela había colocado una gran placa metálica, elíptica, de fondo aporcelanado blanco con letras azules del siguiente tenor: “Isabel Luque Matías Profesora en Partos”. Mi casa estaba en la primera planta, a la derecha, y en la izquierda vivía una señora mayor, su hijo, que era militar y su nieto. Paquito Villarvilla fue un buen compañero mío de juegos, él en su cierro y yo en mi balcón. Estaban tan pegados que podíamos intercambiarnos estampitas y cosas así. Un día se marcharon a Cádiz y ya no volví a saber de ellos, pero los recuerdo con nostalgia, lamentando que no haya vuelto a ver a aquel primer amiguito con el que mantuve un contacto diario desde nuestros miradores y con el que, sin embargo, nunca jugué en la calle. Éramos tan pequeños que no había opción, ni a él ni a mí nos dejaban bajar solos.

Frente a mi casa estaba la de los Perles; recuerdo a cuatro hermanos, dos hermosas mujeres, una de las cuales cantaba de maravilla, y dos muchachos, de los que el más pequeño moriría ahogado cuando hacía el servicio militar en la Armada. Salvó a varias personas de hundirse en el mar, en un día tempestuoso, pero él murió agotado en las arenas de Los Ladrillos. Fue un duelo en Algeciras. Está enterrado cerca de donde está mi padre y mi abuelo paterno, en el cementerio viejo, y siempre me detengo un momento ante la lápida que recuerda su entrega a los demás y su ejemplar comportamiento en acto de servicio.

Con el Banco de Bilbao llegaba la modernidad. Terminaba la década de los cincuenta y los seres y enseres españoles que poblaron las ciudades del llamado Marruecos Español, dejaban su pasado en el norte de África y abordaban su futuro en el Campo de Gibraltar. En Algeciras, sobre todo, quizás porque estaba más a mano del desembarco y era más conocida al otro lado del Estrecho.

Entre 1940 y 1960, Algeciras pasó de unos 25.000 habitantes a casi 70.000, y entre 1950 y 1960 aumentó en unos 15.000 residentes. El movimiento inmigratorio ha sido desde entonces creciente, de modo espectacular en algunos períodos, particularmente en los años en los que gracias, entre otras cosas, al cierre de la verja británica de Gibraltar, la comarca empezó, con la ayuda (necesaria) del Plan de Desarrollo de los setenta, a ser consciente de su posibilidades y del horizonte abierto que ofrecía su peculiar realidad geopolítica.

El Banco de Bilbao sustituyó a un espacio entrañable para los habitantes de los aledaños del lugar. En él había una especie de cochera convertida en taller de zapatería. Un matrimonio empleaba en el pequeño receptáculo a un maestro zapatero que trabajaba en una parte del recinto, dejando el resto habilitado como vivienda para la pareja. Antonia, que al parecer era la propietaria o tal vez la inquilina, mantenía la estancia limpia y acogedora. Su pareja, Nicolás (Cabrera), era un masajista de gran prestigio entre los futbolistas profesionales; su cama de matrimonio o, eventualmente, el taburete de su empleado, eran los instrumentos de apoyo para cuidar los músculos y las fibras musculares de sus numerosos pacientes. Decía la gente que le había tocado en el lado de los perdedores en la guerra y se veía obligado a ejercer discretamente sus habilidades. Antonia tenía todo el muro que rodeaba la cochera como si se tratara de la pared de un patio al corte cordobés. Lleno de plantas y de flores. Daba gusto pasar por allí, sobre todo en las tardes de verano, cuando apenas si circulaba nadie, o ya de noche, a la vuelta del cine Delicias. La brisa que entraba por el callejón se encontraba con la que subía por la calle de la pescadería y con el frescor que emanaba de los frigoríficos del mercado y de la carnicería de los Merino, ya en la plaza. Antonia y Nicolás se servían simplemente de una gran cortina para separar su intimidad del exterior, en todo caso tranquilo cuando no había mercado.

Título de Crédito y Docks de Barcelona. Título de Crédito y Docks de Barcelona.

Título de Crédito y Docks de Barcelona.

El Banco de Bilbao venía a unirse a las numerosas entidades financieras que iban situándose alrededor del mercado. Algunas desaparecieron enseguida, como Crédito y Docks de Barcelona, cuyo nombre, tan exótico, llamaba la atención de los paisanos. Su espléndido edificio central en la capital catalana es hoy el museo de cera de la ciudad. Lo de docks no se sabe muy bien a qué se debe, tal vez la entidad tenía intereses portuarios y acudía a la palabra (diques o muelles en inglés) a efectos de una más atractiva comercialización de sus productos. Se instaló en el edifico que hace esquina con la calle de la Pescadería, camino de La Marina, un lugar privilegiado.

Banesto en la Plaza Alta. Banesto en la Plaza Alta.

Banesto en la Plaza Alta.

La banca tradicional en Algeciras giraba en torno al Español de Crédito, en la Plaza Alta, y al Hispano Americano en la Plaza Baja. El que luego sería Banesto hasta su desaparición, era la banca de la modesta burguesía y el Hispano la del comercio. El edifico en el que estuvo Banesto es el de la esquina con el callejón del Ritz, en la Plaza Alta, al otro lado del llamado edifico Millán, ahora ¡por fin! restaurándose. Banesto sustituyó a una magnífica mantequería que había conseguido llamar la atención del personal, colocando en el escaparate un enorme queso de Gruyere (suizo).

Pedro González Gordon, Marqués de Torresoto. Pedro González Gordon, Marqués de Torresoto.

Pedro González Gordon, Marqués de Torresoto.

Aquella mantequería pertenecía a la familia Méndez. Ramón, hijo del patriarca, era, además de funcionario del Ayuntamiento, uno de los mejores representantes que ha tenido la casa Domecq cuando estaba en todo su apogeo. El fino La Ina, uno de los más finos de los prestigiosos zumos jerezanos, era, en tiempos de Ramón Méndez, el vino de consumo por excelencia en Los Rosales, en José Antonio 2 (hoy Radio Algeciras). Un bar que en los años cincuenta servía de encuentro a los bodegueros más significativos de Jerez. Con frecuencia acudía a él con otros empresarios vinícolas, el Marqués de Torresoto, Pedro González Gordon, que en 1961 sería elegido presidente del Consejo de Administración de González Byass y regalaría a Ignacio, el propietario de Los Rosales, una botella de la marca, rotulada con su nombre. “Nadie sabe tratar los finos jerezanos como Ignacio”, me dijo, una tarde que sustituía a mi padre, aquel gran señor con el aspecto venerable que infunde la sabiduría, la elegancia y el saber estar.

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