Campo Chico

Juan Guerrero, su tiempo y el mío

  • Juan era el único que podía llevar dinero a una casa con familia numerosa en la que el padre había caído enfermo

  • Había mucho de qué hablar y echamos un buen rato contándonos a grandes rasgos nuestros recorridos

El barrio de Estrecho en el Madrid de 1955.

El barrio de Estrecho en el Madrid de 1955.

Aquella noche de un buen día de los primeros ochenta, en la que Juanito Márquez y yo recibimos a Santiago Sarmiento a su llegada de Caracas, nos señalaría, sin que lo pudiéramos sospechar entonces, una nueva ruta en nuestras relaciones de socialización. Juanito había encontrado por casualidad, en una calle larga y angosta, más oscura que clara, del barrio madrileño de Estrecho, en el distrito de Tetuán, colindante con el de Chamartín, un bareto en cuyo frontispicio se leía "Mesón Algeciras". Santiago hizo alguna hipótesis, que resultó acertada, sobre quién podía ser el que había tenido la ocurrencia de abrir un establecimiento en Madrid con ese nombre. Recordamos a un compañero del Instituto, Juan Guerrero Soriano, que dejó de estudiar en segundo o tercero. Entonces estaba previsto que el Bachillerato se encajara entre los diez y los dieciséis años de edad. Luego, había un Curso Preuniversitario y un examen -único para toda España- daba acceso a los estudios universitarios. Era un buen sistema, dos reválidas, una en cuarto y otra en sexto, servían para poner orden entre los centros y para dotar de dos títulos, Elemental y Superior, a quienes no continuaran después de acabado el período correspondiente.

La alternativa al Bachillerato eran los estudios de Comercio, que abocaban a tres títulos, Perito Mercantil, Profesor Mercantil e Intendente Mercantil. Accesibles para gente modesta, Comercio se podía cursar por libre, los estudiantes se preparaban como buenamente podían y unos tribunales venidos de la capital procedían a los exámenes. Esta línea de estudios insertaba rápidamente en el mercado laboral, en la Banca en el mejor de los casos, y eso suponía un gran desahogo para las familias, la mayoría con medios económicos muy limitados, que no podían permitirse más dependencias de las que ya tenían. Una tercera posibilidad para casos de mayores carencias, la ofrecían las universidades laborales, una vía de formación profesional completamente gratuita que permitía alcanzar hasta títulos de nivel universitario de grado medio semejantes a los llamados peritos o ingenieros técnicos. La red de universidades laborales se creó en 1955 consagrada a la formación de hijos de trabajadores y fue una iniciativa del ministro de Trabajo, José Antonio Girón de Velasco, a quien se le debe también la creación de las bases de lo que sería, en adelante, la Seguridad Social cuyos objetivos eran dar cobertura a la vejez, viudedad, orfandad y desempleo, además de establecer la jornada laboral reducida, las pagas extraordinarias, el régimen de vacaciones y una red de asistencia sanitaria y hospitalaria.

Las universidades laborales garantizaban el acceso a la formación reglada, a los jóvenes que siendo buenos estudiantes carecían de medios para continuar los estudios. Contando los años de consolidación de estas instituciones; desde 1955, cuando se crearon oficialmente, a 1975, recibieron, a lo largo de dos décadas, a cerca de medio millón de jóvenes y se distribuyeron estratégicamente por península y Canarias. Las primeras en iniciar la escolarización, generalmente en régimen de internado, fueron las de Gijón, en 1955, y las de Córdoba, Sevilla y Tarragona, en 1956. He tenido compañeros, matemáticos relevantes, cuya formación primaria y secundaria la recibieron en universidades laborales. La infraestructura de estas memorables instituciones, a las que tanto debe el sistema educativo español, permitió su continuidad -bien que por debajo de lo que sería deseable- a la todavía hoy insuficientemente desarrollada, Formación Profesional. La actual Universidad Pablo de Olavide está construida, en el término municipal de Dos Hermanas, sobre la vieja estructura de la Universidad Laboral de Sevilla.

El caso de Juan Guerrero era extremo, aunque no excepcional en tiempos de grandes carencias. A pesar de las posibilidades que se ofrecían a la población necesitada de ayuda, para tener opción a estudiar una carrera o adquirir determinadas habilidades administrativas, financieras o técnicas, aquello no estaba al alcance de Juan, pues era el único que podía llevar dinero a una casa con familia numerosa en la que él era el único varón y el padre, camarero del bar Miramar, en La Marina, había caído enfermo. Así que nuestro compañero dejó el Instituto en tercero, con trece o catorce años, y se puso la corbata de palomita negra y la chaqueta blanca para servir en aquella acera poblada de propios y extraños adonde sonaba la música; violín, bandurria y guitarra en ristre, de los intérpretes callejeros. Vendedores de plumas Parker y de medias de cristal, convivían con los marisqueros de camisa impoluta, armados de cestas de mimbre planas, extensas, a veces con cañaíllas, pero comúnmente llenas de diminutos camarones y de vulgaos. Juan vivía no muy lejos, donde nació, en un patio al que llamaban El Cuartelillo -fue en tiempos una casa cuartel de la guardia civil-, en la calle de la Aduana.

El Bachillerato era generalista en su fase elemental, hasta los catorce años, y apuntaba a una cierta especialización -ciencias o letras- en los dos años del superior y en el curso preuniversitario. Modificaba un currículo de siete años que no incidía en las desigualdades sociales, pero era radicalmente generalista y a la escasa población que lo cursaba le proporcionaba unos conocimientos muy considerables para la época. Hasta la reforma impulsada por el ministro Villar Palasí, en 1970, el sistema educativo español no se adaptó como hacía falta que lo hiciera, a la realidad social. Sin embargo, aun apoyado en el principio de igualdad de oportunidades, su diseño era de una mayor especialización y suponía pérdidas notables y dejaciones de gran trascendencia en el bagaje cultural de los estudiantes. Las lenguas clásicas empezaban a decaer y la expresión verbal y escrita iba cayendo en desgracia. En aquellos años del ecuador del pasado siglo, el ingreso en el Bachillerato, que se producía a partir de los diez años de edad, exigía en el aspirante una considerable soltura en el escribir y en el calcular, de modo que esos muchachos que como Juan se veían obligados a abandonar los estudios a una edad temprana, se iban sabiendo escribir bien y con una más que ágil facilidad para las cuentas.

El amigo Juan, admirable por muchas razones, sabía desenvolverse de palabra y por escrito. Las cuentas para él no suponían limitación alguna y su naturaleza y condición, como ocurre con la mayoría de sus paisanos, le imprimían ese don de gente natural tan propio del lugar. Listo pues para salir adelante en hostelería. Pronto prosperó, el hotel Sotogrande añadiría a sus primeras experiencias en el Miramar, la madurez necesaria en el oficio y, finalmente, en el Río Grande de Salvador Barberán, que continuaba el brillante período de Francisco García Trevijano, culminaría su periplo por estos pagos del sur. Su carácter reivindicativo se encontró con los conflictos laborales que sufrió la hostelería en los últimos años de la década de los setenta y una oportuna oferta para trabajar en Madrid en un bingo -entonces muy de actualidad- se cruzó oportunamente en su camino cuando ya casado y con tres hijos pequeños, no podía entretenerse en cavilaciones y futuribles. Pariente y buen amigo de un gran profesional, José Luis, formado nada menos que en el hotel Reina Cristina de Míster Lieb, muy conocido por su establecimiento de la calle Trafalgar, Chez José Luis, y otros muchos dispuestos a echar una mano, alquiló un pequeño local en una zona nada comercial y de poco paso, y lo rotuló con el nombre de su pueblo natal: Algeciras. Con esas "benditas nueve letras" como gustaba decir a sus próximos.

La conversación con Juanito Márquez y con Santi me puso las pilas. Con Juan Guerrero no había perdido el contacto que teníamos como compis en el Instituto. Muy diluido en el tiempo y por las circunstancias anejas a la vida de ambos, ciertamente, pero conservando el afecto que nos tuvimos de niños. La hostelería era para mí algo bien conocido; de jovenzuelo sustituía a mi padre a la hora de la siesta, que él respetaba celosamente. En Los Rosales no había nada que hacer después de las cuatro de la tarde y hasta las nueve, y a mí me encantaba sentirme, por un par de horas, en un ambiente inhabitual para un niño de doce o catorce años. Me divertía escribir en un cuaderno que guardaba tras el mostrador en un pequeño hueco, títulos y actores principales de las películas que veía en verano, en el cine Delicias o en el Sevilla o en el Avenida, que eran los más frecuentados en orden de proximidad a mi casa y al callejón (el de las Viudas, mi otra calle). Apenas si había interrupciones porque en Los Rosales no se servían cafés, a pesar de disponer de una reluciente máquina italiana en un hueco preparado en la pared tras el mostrador. Ignacio, el jefe, remitía a los clientes que pedían cafés, al Moya, el bar de enfrente, un local grande de ambiente taurino muy frecuentado por los corredores de comercio.

La tarde en Los Rosales era una delicia. Con frecuencia venían mis amigos, sobre todo Paco Moya, cuando su dependencia familiar se lo permitía, Carlos Rus y Juan Sarria, y daba gusto observar a la mucha gente que pasaba por aquella arteria principal de Algeciras. El camión de Correos, a veces te quitaba la vista, pero en cambio te invitaba a asistir al espectáculo diario del trasvase de sacas llenas de cartas y paquetes. De vez en cuando llegaba Troyita -de Casa María- con su Mobylette y aprovechaba que no estaba Ignacio para apoyar su motillo en alguna de las sillas más próximas a la entrada del edificio de Correos. Cuando lo hacía por la mañana se ganaba, divertido, la bronca que le echaba Ignacio por hacerlo. En el interior de Los Rosales, impidiendo la entrada por la segunda puerta de acceso, un velador con cuatro cómodas sillas era la estancia ad hoc para nosotros los de casa o para situar a alguna reunión fuera de horario. Una tarde llegó un señor con pinta de marqués, barbilla blanqueada, chaqueta y corbata, acompañado de un par de amigos. Me preguntó por Ignacio y le contesté que a esa hora estaba siempre en casa. Ponnos media botella de algún buen fino que tengas por ahí -me dijo- y salí con una bien fría de Tío Pepe y tres catavinos limpios como una patena. ¿Tú eres hijo de Ignacio? -me preguntó- y yo, sin pensarlo, le dije, sí señor. Inmediatamente añadió: era de suponer, tienes la clase de tu padre. Me quedé así como el que no sabe ni qué hacer ni qué decir. Cuando se fue me dijo: dale un abrazo a tu padre de parte de Claudio González. Luego supe que era el Marqués de Torresoto, presidente del Consejo de González Byass.

Después de dejar a Juanito y a Santi, ya de noche, me las arreglé para encontrar el bareto. No fue fácil, la calle Juan del Risco sube desde muy abajo y es estrecha y a contramano de su embocadura en Lope de Haro, cerca de la estación de Metro de Estrecho. Era tarde y estaba cerrado, así que me propuse ir al día siguiente. Eran las nueve de la noche cuando, por fin, accedí a aquel pequeño establecimiento, algo parecido a un tranvía, con la cocina y un pequeño patio al fondo. El mostrador a la derecha y a la izquierda dos grandes fotografías que ocupaban una buena parte de la pared, una del puerto con el Peñón y la desembocadura del Río en primer plano, y la otra de Setenil de las Bodegas, que resultó ser el pueblo de Amelia, la mujer de Juan. Cuando entré no había nadie y él estaba tras el mostrador, se acercó y me dijo ¿qué va tomar el señor? Me quedé mirándole y le contesté: o sea que no me conoces. Ese acento -añadió dubitativo- me es familiar; un exclamativo ¡Alberto! le salió un instante después de observarme. Había mucho de qué hablar y echamos un buen rato contándonos a grandes rasgos nuestros recorridos. Él sabía más del mío que yo del suyo.

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