Instituto de Estudios Campogibraltareños

Torre almenara del Rocadillo (Carteia), una nueva perspectiva (I)

  • Felipe II hizo que las costas de España se poblaran de atalayas para prevenirlas de ataques enemigos 

  • Su misión era vigilar la desembocadura del río Guadarranque y hacer correr las señales de la torre de entre Entrerríos y Gibraltar

Vista aérea capturada desde dron para la generación del modelo fotogramétrico de la Torre almenara del Rocadillo.

Vista aérea capturada desde dron para la generación del modelo fotogramétrico de la Torre almenara del Rocadillo. / E.S.

Corrían las décadas finales del siglo XVI, en tiempos de la casa de Austria, cuando Felipe II hizo que las costas de España se poblaran de atalayas para prevenirlas de ataques enemigos. El hijo del emperador Carlos, que ceñía las coronas de los reinos de Portugal y de España, acumulaba en sus manos el mayor poder que ningún hombre hubiese ostentado jamás. Y atraía, a su vez, la enemistad de numerosos pueblos, celosos unos de su propia independencia y temerosos otros de la hegemonía hispano-lusa, por entonces intensamente vinculada al catolicismo.

Las órdenes del rey Piadoso comenzaron a plasmarse con la erección de algunas torres en las costas de Cádiz y Huelva hacia 1585-1588, mediante la intervención de Luis Bravo de Laguna, Juan Pedro Libadote y Giliberto de Bedoya. A la bahía de Algeciras se asomaba, por entonces, una sola ciudad, Gibraltar, origen histórico de San Roque y heredera de los términos que habían conformado la Algeciras medieval, arrasada en el siglo XIV. Y esta, a su vez, había recibido el testigo de Carteia como entidad administrativa relevante de la zona. 

A las villas fortificadas que se asomaban al estrecho de Gibraltar vinieron a sumarse, a partir de 1585, las citadas atalayas como vigilantes del brazo de mar que separaba el sur de la cristiandad de Berbería. Tales torres de vigía eran conocidas como almenaras o torres de almenara o de avisos, ya que esta era su finalidad esencial: vigilar el Estrecho, identificar embarcaciones enemigas y dar aviso de su aproximación para que las gentes y los rebaños del territorio se pusieran a buen recaudo.

Tal era el interés de Felipe II y de su Consejo de Guerra, preocupados por salvaguardar la vida y la hacienda de sus súbditos. Flandes estaba en guerra, el pirata ennoblecido Francis Drake saqueaba Cádiz y las fustas argelinas asolaban el Mediterráneo. Eran tiempos aciagos para el pueblo llano, sometido al rey y sus señores, víctima, al fin, tanto de los impuestos estatales como de la actuación de sus enemigos políticos.

La torre del Rocadillo desde el Norte, donde se localiza la puerta-ventana orientada a tierra. La torre del Rocadillo desde el Norte, donde se localiza la puerta-ventana orientada a tierra.

La torre del Rocadillo desde el Norte, donde se localiza la puerta-ventana orientada a tierra. / Jorge Pérez Fresquet

Era, también, una época de esplendor cultural, cuando Cervantes publicaba La Galatea, Lope de Vega emprendía su carrera literaria y El Greco remataba su Entierro del conde de Orgaz. Pero nada de eso llenaba los estómagos de la gente del común, dedicada en estas tierras del sur al pastoreo, algo a la agricultura y a un poco de pesca y, finalmente, los menos, al comercio. Pero todo ello, siendo la vida difícil y poco dada a lujos a este lado del Estrecho, era contemplado con apetencia desde Berbería. Las costas del Magreb, resecas y azotadas por las guerras y la pobreza, miraban con deseos la imaginada abundancia de sus vecinos del norte. De ahí y del recuerdo del paraíso perdido de al-Ándalus nació el corso berberisco, que sembró de desolación los litorales andaluz, levantino, sardo, siciliano y calabrés. Por eso se construían torres de vigía.

Una torre en la desembocadura del Guadarranque

La torre vigía que se sustenta sobre la muralla romana y un baluarte púnico de Carteia fue siempre conocida como del Rocadillo, aunque a veces se la citase como torre del Gallo, por la punta de este nombre situada inmediatamente al norte de su emplazamiento. El Rocadillo era el nombre del cortijo situado en sus inmediaciones, a quien debió prestar la torre su denominación, ya que la almenara ya figura así denominada en 1588.

En sus incursiones desde la cercana costa africana, los corsarios berberiscos gustaban de refugiarse en calas resguardadas al acecho de sus presas, cualquier embarcación comercial que navegase de cabotaje. Asimismo, acostumbraban a hacer sus aguadas en los cursos fluviales de la zona e incluso desembarcaban para robar animales o llevarse su botín más preciado, seres humanos, con los que traficar en los baños de Argel.

Así expresaba el peligro Luis Bravo de Acuña en 1627: “[...] Entre una torre que llaman el Rocadillo, y el puesto del diezmo en la baya, puede desembarcar el enemigo [...]”. En consecuencia, una torre que vigilase la boca del Guadarranque y sus playas inmediatas y que, a la vez, hiciese correr las señales de aviso entre la torre de Entrerríos —junto al río Palmones— y la plaza fuerte de Gibraltar, estaba sobradamente justificada. Cuando las embarcaciones ligeras de piratas o corsarios —e incluso las más esporádicas pero peligrosísimas flotas turcas, inglesas u holandesas— eran descubiertas por los torreros que divisaban el entorno desde los terrados de las almenaras, emitían señales de fuego o humo que se transmitían de torre en torre hasta que, al llegar a la ciudad más cercana —Estepona, Gibraltar, Tarifa, Conil— se organizaban expediciones de paisanos armados que acudían a repeler la agresión.

Esta era una tarea desempeñada por los vecinos varones, de adolescentes a ancianos, que vivían organizados en cuadrillas y entrenaban periódicamente tácticas guerreras, acudiendo con sus propias armas. Eran poblaciones sin soldados, salvo contadas excepciones de reducidas dotaciones bajo el mando de los alcaides de los castillos. En ellas, por tanto, el vecindario desempeñaba las labores de la defensa. Típicos personajes de frontera, como lo habían sido sus ancestros desde siglos atrás.

De la paciente tarea de los torreros proviene el dicho, cuando todo estaba en calma, de no haber “moros en la costa”. Pero, cuando había “moros en la costa”, las ciudades se ponían en pie de guerra. A veces con sigilo y otras con algarabía. Dependía de los casos. De manera sigilosa si se trataba de salir de las murallas, peones y jinetes, para emboscar a los asaltantes desembarcados y hacerlos caer en su propia trampa. Se trataba nada menos que de tomar por sorpresa a los corsarios para capturarlos. Cazar al cazador sin dañarlo en exceso.

Porque, al igual que los berberiscos pretendían, los cristianísimos súbditos del rey español harían pingüe negocio vendiéndolos como esclavos. Aunque esta parte de la historia siempre se ha contado menos que la otra. No en vano la captura de uno de aquellos salteadores de los mares era el mayor beneficio a que pudiese aspirar cualquiera de los integrantes de la partida ciudadana que acudía a combatirlos.

Si no se preveía esta circunstancia, la señal que llegaba por medio de las almenaras daba lugar al rebato, el toque de las campanas del lugar para congregar a la milicia armada y disponer tanto la defensa de las murallas —por si se trataba de una argucia de los piratas para atacar la población— como la salida de parte de sus efectivos para rechazar la cabalgada o razia. 3.

La torre del Rocadillo

Nuestra torre es cuadrangular por pura tradición de los albañiles campogibraltareños, ya que debía haber sido redonda, como por entonces se decía. O, más exactamente, troncocónica, que era la manera moderna de hacer las almenaras a finales del siglo XVI. Así lo estipulaban las instrucciones emitidas por el real Consejo de Guerra al respecto. No obstante, se hizo cuadrada, como sus hermanas del Palmones —conocida como torre de Entre Ríos, por levantarse entre el Guadarranque y el Palmones— y del Fraile o de los Canutos, más allá de Algeciras.

La razón por la que se hayan fabricado cuadrangulares estas torres ordenadas por el rey, cuando otras contemporáneas y tan cercanas como la de Guadalmesí o la de la isla de Tarifa eran troncocónicas, sigue sin desvelarse más de cuatro siglos después de su construcción. Sobre todo, sabiendo que los ingenieros reales insistían en que “se labrasen redondas y no quadradas por ser más fáciles de defender”.

Nube de puntos del modelo fotogramétrico. Nube de puntos del modelo fotogramétrico.

Nube de puntos del modelo fotogramétrico. / La Sibila

Pero en la bahía de Algeciras gustaba la fábrica cuadrada, como era la poderosa y ya antigua por entonces de las Cuatro Esquinas o de Punta Carnero, en el cabo de su nombre. De esta ya no quedan más que algunos vestigios, al ser volada en la guerra civil española. De hecho, esta planta cuadrangular, su zapata de cimentación, las soluciones defensivas de arraigo medieval como las ladroneras de su terrado y la existencia de otras almenaras islámicas en la zona llevaron a algunos autores a considerarla hispano-musulmana y a confundirla con el Castellón o Torre Cartagena, nombre este último que, por error, se le ha asignado a veces.

Antes de que triunfase el modelo de torre troncocónica, existió un intenso debate entre los ingenieros militares al servicio de la Corona acerca de la forma que habían de adoptar. Se impuso la postura sostenida por Cristóbal de Rojas, ingeniero real y experto constructor de almenaras, que expuso su preferencia en el diseño de la torre de San Sebastián de Cádiz. Sobre ella escribió que "es redonda, lo qual tengo por mejor, y que asi fuesen todas”, si bien todavía se decantaba por una torre de paredes verticales y no ataludadas, como acabó imponiéndose.

Así fue como se generalizó desde finales del siglo XVI en las costas mediterráneas, siendo el diseño de las trazadas en 1765 por José de Crane para la costa del Reino de Granada, como por ejemplo la Torre de los Diablos de Almuñécar. Fue también el que se siguió aplicando, todavía a comienzos del siglo XIX, a las últimas almenaras construidas en tierras andaluzas, como fue el caso de la torre Nueva del Palmar, en el término de Vejer de la Frontera, y la torre de Meca o de la Breña, en el de Barbate.

Eran construcciones muy simples, de las que la torre que nos ocupa podría ser un arquetipo de las pequeñas o de una sola estancia, con la salvedad del referido diseño cuadrado: edificio de mampostería de piedra arenisca, con las esquinas conformadas parcialmente por sillares, que también encuadran sus vanos exteriores, si bien estos están tallados en calcarenita —al igual que el dintel del hueco que da paso a la escalera y el de la chimenea—; cuerpo inferior, hasta el suelo de la habitación, macizo; puerta-ventana orientada a tierra y ventanuco en la fachada opuesta, orientada al mar; estancia cubierta por bóveda vaída de ladrillo, con una chimenea; escalera helicoidal que la comunica con la azotea, en la que desemboca mediante garita de cubierta abovedada; peldaños monolíticos, que incluyen un tramo del eje en torno al que se articulan formando la escalera; pretil corrido en la azotea, sin almenaje, solo interrumpido por el parapeto de las ladroneras —situada una en el centro de cada frente—, apoyadas en dos ménsulas labradas.

Hasta su restauración en 2006, se apreciaba una excavación realizada en el piso del ángulo oeste de la habitación de 65 cm de profundidad, así como restos del enlucido interior general. Algunas de las almenaras más grandes fueron dotadas de cañones para convertirlas de simples atalayas en plataformas artilleras, aunque la iniciativa tuvo poco éxito. Incluso redundó negativamente, dado que los piratas, que nunca las contemplaron como objetivos atractivos por la escasa ganancia que podrían obtener frente a los riesgos que comportaba la toma al asalto de una torre, cambiaron su perspectiva al poder capturar un cañón, balas y pólvora.

Artículo publicado en el número 56 de Almoraima. Revista de Estudios Campogibraltareños, abril de 2022. 

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