Relatos de verano

Hipólito G. Navarro

Tantas veces huérfano (III)

Recuerda aún Cañado Jara el cansancio gigantesco y el aburrimiento sin orillas que se le instaló en el cuerpo y en el alma durante toda la mañana, todavía un chaparrón de horas antes de la partida. Un tedio y un cansancio que lograron teñir de gris todas sus ocupaciones en un día de agosto que había nacido muy azul, radiante como pocos, como si los días también tuviesen una capacidad escondida para darse con violencia a alguna forma de sarcasmo.

Las clases con don Román de esa mañana estuvieron dedicadas por entero a machacar los ejercicios previos para los Nocturnos de Chopin, una broma muy pesada teniendo en cuenta que esa misma noche tendría que aguantar el niño Cañado más horas que nunca junto a los mayores, allí en la aldea. Una desacostumbrada desgana se apoderó de su cuerpo entero nada más atacar los primeros compases, tan confundidos por la inédita torpeza de sus manos sobre el teclado que el cura no pudo evitar mascullar toda una sarta de palabrotas prohibidas ni entre frase y frase equivocada y muy a su pesar darle algún que otro pescozón.

-¿Estás malo o qué demonios te pasa, Joselito?, si Chopin es lo más fácil de este mundo, y anteayer mismo lo tenías cogido de los hue… Uy, ¿lo ves?, ya me estás haciendo disparatar; es que me sacas de mis casillas. Venga, empieza otra vez desde el fa sostenido, desde aquí.

Al desastre de esa abortada clase de piano se sumó después un almuerzo tedioso como nunca y sin nada de apetito sobre un plato rebosante de fideos gordos, impúdicos y blanquecinos. Mientras revoloteaban las moscas por encima de los vasos, expurgó el niño Cándido Cañado concienzudamente con el tenedor entre aquella masa informe de pasta, buscando unas fatigas verdaderas con las que eludir el viaje, pero tan sólo consiguió entristecerse aún más, angustiarse por completo, pues le pareció intuir que los fideos lo miraban aterrados con sus caras ciegas, como a veces miran las lombrices a los pescadores al ser atravesadas en el anzuelo antes de comenzar su trabajo de reclamo. Tan sólo pudo tragar bastante a regañadientes unas cuantas cucharadas, empujadas por sorbos de un refresco sin burbujas, soso, calentucho, y para mostrar más a las claras su disgusto dejó intacta también una buena tajada de sandía, la fruta que más le gustaba desde siempre.

Luego lo obligó su padre a dormir una siesta desproporcionada, de dos horas largas, escondiéndole a conciencia previamente los libros y los tebeos, y fue peor ese descanso estéril impuesto en la semioscuridad del cuarto, con miles de vueltas sobre la cama ardiente, que cualquier otra ocupación relajada con juguetes o lectura a la sombra de las parras en el patio.

Para cuando llegó la hora de lavarse, vestirse y ponerse guapo -pantalones largos, zapatos de charol a dos colores, blanco y negro, camisa con bordados y corbata de pajarilla, un atuendo sumamente ridículo, como un diseño especial para la mofa de sus primos de la aldea-, tenía ya José Cándido Cañado el cansancio previo a esos viajes bien agarrado en los párpados, y debajo de los ojos la sutil sombra azul con que se le manifestaba siempre el agotamiento.

En los ojos de su madre pudo ver también un cansancio parecido, pero desde luego ella lo sabía disimular mucho mejor. Con su bombo escandaloso, como de gemelos, iba y venía por todas partes, dando instrucciones, preparando cosas, charlando alegremente con su padre y con los tíos.

-¿De verdad es tan importante que llegue la electricidad por fin a esa feísima aldeúcha? -se atrevió a preguntar el niño Cañado Jara a su madre muy bajito en una de las veces que pasó por su lado, para que su padre no lo oyera ni pudiera meter baza en la conversación.

Era muy importante, por supuesto, le confirmaba ella, aunque no con tantos aspavientos y tantísima convicción como venía demostrando su padre desde semanas atrás. Muy importante, ¿cómo lo podía dudar? A él le parecía una cosa muy normal porque desde que nació tuvo luz y aparatos en su casa en la ciudad y en la de los tíos en el pueblo, nunca debió pasear por una calle a oscuras ni al despertar de una pesadilla encontrar tan sólo a su alrededor la penumbra oscilante que derrama un candelabro, pero que imaginara por un momento a sus tíos-abuelos en las noches de invierno en esa aldea alumbrándose tan sólo con los mecheros de carburo y con las velas, ¿qué cosa más triste podía imaginar?

Quiso con esa consulta a su madre probar en el último minuto si todavía estaría ella en disposición, como otras veces lo había estado, de hacer causa común con su desdicha, por si tenía a bien hacer cambiar de idea a su padre, que no los arrastrase a ellos en su euforia electricista y aldeana. Era de él nada más de quien tiraba con fuerza aquel terruño, ni José Cándido ni su madre habían nacido allí y no podían de ninguna manera sentir lo mismo aquella poderosísima atracción. Pero su madre no estaba esa vez en absoluto de su parte. Aunque muy cansada en realidad -a su hijo no podía ocultar ese detalle-, reía y cantaba con alborozo, alegrando a todos y alegrándose, poniendo buena cara al mal tiempo que planeaba sin disimulo en derredor.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios