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tacho Rufino Ignacio f. Garmendia

El aguerrido turistaBarbarroja

Que el turismo sea una actividad lúdica no quita para que sea exigente y hasta agotadoraTras la victoria sobre los nazis, nadie reflejó mejor que Grossman el doble rostro de la barbarie totalitaria

La vida del turista de infantería está jalonada de pruebas de carácter, de desafíos de pequeño Marco Polo pastoreado por Bookings, Maps, Ryanair y otros cómplices asociados al tour de finde. Un fin de semana de apretado paquete de actividades no acaba el domingo tras la caravana o lunes de aerolínea de poco precio y servicio básico, sino que suele deparar tareas para la vuelta al hogar. Por ejemplo, la expurgación fotografías. La fotografía sin límite y con una estupenda cámara de bolsillo puede ser una condena, y en esa labor podemos llegar a echar de menos al carrete de 36. Tirar doscientas instantáneas sin mayor técnica ni devoción en una mañana monumental no es algo infrecuente. Borrar tus criaturas gráficas es una tarea exigente: no digamos eliminar medio millar. Para qué nos sirven sino para compartir en los Hola de internet, y a quién gusta verlas, eso ya es otra cosa. La foto que no cesa nos ha convertido en profesionales de la pose, cada uno la suya: hay quien mata por ocultar su papada con un extra de 60 grados de enfoque alto, quien -como Julio Iglesias- nunca mostrará uno de sus dos perfiles, y quienes podemos acabar cianóticos de meter panza si el que dispara es lento o se viene arriba en la suerte (y lo dicho, que seleccione otro). Las escenas de grupos son tan felices como rápidas son la desaparición de la felicidad y la búsqueda de aire al bajar el fotógrafo su revólver.

El turista suele multiplicar sus juicios sobre lo que le rodea y se ve compelido a analizar y juzgar, hasta caer en la solemne trivialidad: "Mira ese azulejo, ¿quién sería Jacinto de la Rosa? Búscalo en Google a ver, Maripaz". Trufará todos sus asombros y descubrimientos con la palabra "bonito" y alguna frase de autoafirmación del tipo "pues a mí me gusta, me encanta". Se pegará hora y media en un museo aun no habiendo tenido jamás interés pictórico o antropológico, y se parará a escuchar, como con deleite, a un músico callejero que emula a Bob Marley, aunque todo el pasaje sabe, y el turista el primero, que lo que a él o ella le gusta es La Más Grande. El turista lidiará con las dinámicas de grupo, de su grupo, con la multiplicación de propuestas y planes alternativos, con el exceso de liderazgo non petito de su cuñado, que va un poco de enteradillo, con la irritante tacañería de los maestros en válvula, que en estas lides sufren microorgasmos cada vez que ratean algo al fondo común o gorronean unos euros a un camarada de la turística visita con causa. En silencio, algunos llevan anhelando su dulce hogar muchas horas; quizá dos días.

TAL día como hoy, por usar la frase hecha, empezó hace ochenta años la temeraria ofensiva de la Wehrmacht y sus aliados contra el inmenso territorio de la Unión Soviética, una invasión que a juicio de los historiadores nunca tuvo posibilidades reales de éxito, aunque el ejército alemán lograra conquistar y retener Ucrania, Bielorrusia, los países bálticos y amplias zonas de la Rusia europea. Más allá de su magnitud formidable, lo que distingue a aquella campaña es que fue, incluso contando con los precedentes coloniales, una verdadera guerra de exterminio, movida por el odio hacia los judíos y el desprecio hacia los eslavos, que de acuerdo con la cosmovisión nazi eran un pueblo inferior destinado a la servidumbre. Conforme a los delirantes planes de los ideólogos hitlerianos, las amplias extensiones del Este serían repobladas por colonos arios, a la cabeza de comunidades agrarias en las que los naturales ejercerían de esclavos. Durante el despiadado avance en el frente oriental, las tropas de las SS que acompañaban al ejército, en connivencia con los mandos y ayudados por colaboracionistas reclutados entre los locales, ejecutaron el llamado Holocausto de las Balas, etapa previa a la industrialización del genocidio que sólo en esa fase temprana supuso el asesinato de un millón de judíos. A Vasili Grossman, que cubrió la Gran Guerra Patria -como la siguen denominando los rusos- para el diario militar Estrella Roja, le debemos una novela anterior a la monumental Vida y destino en la que el escritor y periodista, todavía encuadrado en la ortodoxia militante, narró con tonos épicos la heroica resistencia frente a los invasores. Su título, Por una causa justa, reproducía la famosa consigna de Mólotov, pero Grossman no tardó en comprender que la causa del Partido no era la causa del pueblo, menos aún la del pueblo judío. La historia editorial de El libro negro, donde Ilyá Ehrenburg y él mismo recogieron los testimonios de los supervivientes, demuestra que la burocracia soviética, que vetó la publicación del compendio y de las obras posteriores de Grossman, no deseaba que trascendiera la dimensión específica del genocidio, entre otras razones porque el trabajo documentaba la complicidad entusiasta de ucranianos y bálticos. Las estimaciones actuales elevan a más de veinticinco millones la cifra de las víctimas de la URSS a lo largo del conflicto, sin contar las de Stalin, que ya antes de la Operación Barbarroja había dejado claro que no concedía ningún valor a la vida de sus súbditos. Tras la victoria sobre los nazis, nadie reflejó mejor que Grossman el doble e inhumano rostro de la barbarie totalitaria.

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