Las palabras son unidades lingüísticas vivas. Eso, que es fácilmente comprobable, puede llegar a dificultar gravemente la comunicación. Al no quedar petrificadas en los diccionarios, hay expresiones que comienzan significando una cosa y que después, por un uso sobrevenido, cambian de significado. Como afirma Otero Lastres, “es entonces cuando las palabras sufren una metamorfosis ideológica que las hace inservibles para expresar el pensamiento originario”. Tal proceso es especialmente detectable en una España proclive a etiquetar, a simplificar realidades complejas y a rehuir del penoso trabajo de pensar.

Es, por otra parte, lo que, en los últimos tiempos, viene ocurriendo en la política nacional. Los binomios izquierda/derecha, su versión extrema ultraizquierda/ultraderecha, y progresista/conservador, afirma de nuevo Otero, hoy han perdido precisión. Ya no resulta en absoluto esclarecedor que una formación partidista se diga de izquierdas o de derechas. Acaso nos representamos mejor la calificación de extrema derecha; pero no así la de extrema izquierda, epíteto que mediáticamente no recibe ningún partido. Ésta es una batalla ganada por la izquierda que ha evitado, por ejemplo, que se defina así a Bildu o que, mientras convenga, se incluya en la ultra derecha a Junts per Catalunya. Más que de izquierdas o de derechas los españoles son hoy rojos o azules, comunistas o fascistas, progres o carcas, con la consiguiente desaparición del diálogo político y del reconocimiento mutuo. La ideología exacerbada ha matado a la política e, incluso, el lenguaje se ha sumado al resbaladizo engaño de los bloques.

También ha adquirido una significación etérea la distinción entre progresistas y conservadores. Más allá del debate sobre el falso progresismo de la izquierda, baste con constatar formalmente que en el gobernante bloque “progresista” se insertan partidos como el democristiano PNV o Junts, un grupo a la altura de los más xenófobos y racistas de esta Europa nuestra.

¿Qué hacer entonces para saber de qué estamos hablando y cómo volver a entendernos? Otero propone la dualidad que distingue ente constitucionalistas y anticonstitucionalistas. No se basa en la voluntad de reformar o no la Constitución de 1978, sino que diferencia entre los que pretenden hacerlo por la vía de hecho o de derecho. No le falta razón: así, sin espinosas y falsas disquisiciones, colocamos a cada cual donde verdaderamente está.

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