El mundo invisible
Sobre la vida, el arte y los artistas | Crítica
Renacimiento publica las notas donde el pintor simbolista Odilon Redon, uno de los más claros precursores del surrealismo, dejó confidencias, reflexiones y algo de su personal poética

La ficha
Sobre la vida, el arte y los artistas. Odilon Redon. Traducción de Antonio R. Costa. Prólogo de Juan Lamillar. Renacimiento. Sevilla, 2025. 200 páginas. 17,90 euros
En la fascinante constelación de la pintura simbolista, que definió un rumbo propio y ajeno al realismo y el impresionismo decimonónicos, el nombre de Odilon Redon representa no sólo a uno de los grandes pintores de la escuela, junto a Gustave Moureau y Pierre Puvis de Chavannes, sino también al más avanzado –tanto Breton como Duchamp lo reconocieron expresamente– en el camino que llevaría a la explosión de las vanguardias y en particular del surrealismo, que celebraba al pintor bordelés como uno de sus precursores. Era el más joven de los tres y el único, como señala Juan Lamillar en el prólogo a la edición póstuma de su Diario, que llegó a conocer el siglo XX, lo que le permitió ver el predicamento que su extravagancia un tanto orillada tenía sobre las nuevas generaciones, especialmente entre los Nabis (profetas) que lo consideraron uno de sus maestros. En el efervescente panorama del arte postimpresionista, ya con los ismos a la vuelta de la esquina, figuras como la de Redon fueron reevaluadas a la luz de su heterodoxia, pero ya antes se habían convertido en objeto de culto –el icónico protagonista de la novela A contrapelo (1884) de Huysmans, Des Esseintes, máximo exponente del decadentismo, lo tiene junto a Moureau en su altar de predilecciones– para los escritores que compartían los postulados simbolistas, en la línea que va, si hablamos de poesía, de Baudelaire a Mallarmé, de quien Redon fue buen amigo. Para todos ellos, la realidad constituía un enigma que debía ser descifrado.
Se trata por tanto de un pintor fundamental que en Sobre la vida, el arte y los artistas ofrece a la vez un recuento de su biografía y una muestra de sus juicios e intereses, ciertamente singulares pero no desconectados de su tiempo. Las Confidences d’artiste comienzan con una declaración de independencia: “He hecho un arte a mi modo”, seguida de una precisión –“lo hice con los ojos abiertos a las maravillas del mundo visible”– que sugiere que esos ojos, para los que la realidad no era suficiente, nunca dejaron de perseguir lo invisible. Redon habla de su padre regresado de Nueva Orleans, del nacimiento en Burdeos y la infancia en la región atlántica del Médoc, de una niñez enfermiza y de una escolarización tardía y poco provechosa, compensada por la benéfica influencia de tres personas clave en su formación: el profesor de dibujo que lo instruyó en la adolescencia, Stanislas Gorin, de quien ofrece un retrato lleno de afecto y gratitud; el botánico Armand Clavaud, que lo incitó a leer a autores como Poe, Baudelaire y Flaubert, cuyas obras ilustraría más tarde, y el grabador Rodolphe Bresdin, a quien evoca por extenso en dos de las entradas del Diario, un “visionario” que le aconsejó ir más allá de las meras apariencias.
Para Redon, la mirada del artista debía recoger no sólo la luz sino la oscuridad
“El arte sugestivo no puede dar nada sin recurrir a los juegos misteriosos de las sombras y al ritmo de las líneas concebidas mentalmente”, escribe Redon. Ambos recursos están presentes en los célebres grabados y litografías de su primera etapa (1870-1890) que él mismo llamó de “los negros”, caracterizados por un aire irreal e inquietante, a veces pesadillesco. “Toda mi originalidad consiste pues en hacer vivir humanamente a seres inverosímiles, conforme a las leyes de la verosimilitud, poniendo en lo posible la lógica de lo visible al servicio de lo invisible”, dice en otro lugar, anticipando esa “irradiación de las cosas hacia el sueño” que presidirá la poética surrealista. En las entradas dispersas y misceláneas del Diario, hay escuetos apuntes y textos críticos de más envergadura, reiteradas muestras de devoción por la obra de Delacroix –también por Da Vinci, Durero o Rembrandt– y de distancia hacia los impresionistas, cuyo gusto por la pintura al aire libre (au plein air) los excluía de los ámbitos de la imaginación y el ensueño. Para Redon, la mirada del artista debía recoger también lo que no se ve, lo que se piensa o presiente, no sólo la luz sino la oscuridad, el orden o desorden del espíritu. En su segunda y espléndida etapa del color, a partir de 1890, no dejó de abrir puertas al misterio, moviéndose en la frontera donde la afirmación de la subjetividad deja paso a la exploración del subconsciente.

Letras de artista
Consta que Redon dejó una importante obra escrita, en buena parte aún inédita, cuya primera entrega fue el volumen À soi-même (París, 1922), recopilado por su viuda Camille Falte seis años después de la muerte del pintor. En él se reunían sus Confidencias de artista, ya publicadas en 1894 por la revista belga Art moderne, y las anotaciones de su Diario entre 1867 y 1915. Es el libro que recuperó Elba en 2013 –con el título original, A sí mismo, en traducción de Elena Villalonga– y el que ahora ha reeditado Renacimiento, que rescata la traducción de Antonio R. Costa –publicada en 1945 por el sello bonaerense Poseidón, fundado por el exiliado Joan Merli– y mantiene como entonces la mayor parte del subtítulo original: Notes sur la vie, l’art et les artistes. Del conjunto de textos en prosa o verso, incluyendo relatos y cartas, reunidos entre otros por su biógrafo André Mellerio, apareció en Francia una primera recopilación crítica de Claire Moran, Écrits (2005), base de la traducción española de Mercedes Roffé: Una historia incomprensible y otros relatos, publicada por Vaso Roto en 2016. Si en los escritos sobre arte vemos a un observador plenamente autoconsciente y con ideas estéticas propias, aplicables a sus predecesores y contemporáneos, en las narraciones, algunas de ellas autobiográficas, es evidente su familiaridad con la literatura y el influjo de autores como Poe, Gautier o Villiers.
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