Anterior a la vida, posterior a la muerte

Rumor de fondo

El amor es una de las principales fuentes de inspiración de los clásicos, siempre renovada, origen de tradiciones, estéticas y afluentes imposibles de catalogar en la historia de la literatura: cada siglo lo ha cantado como manera de habitar el mundo

Los cuentos del poderoso caballero

Paquio Próculo y su esposa, representados en una acuarela realizada en el siglo I en Pompeya y conservada en el Museo de Capodimonte, en Nápoles.
Paquio Próculo y su esposa, representados en una acuarela realizada en el siglo I en Pompeya y conservada en el Museo de Capodimonte, en Nápoles.
Pablo Bujalance

15 de agosto 2025 - 06:56

En el mito, el amor es una fuerza impetuosa, resuelta en la tensión entre la creación y la destrucción, sometida a los celos y las pasiones caprichosas. Pero la emoción encuentra en la poesía lírica su expresión más afinada: “Me parece igual a los dioses ese / hombre que ahora estará frente a ti sentado / y tu dulce voz a tu lado escucha / mientras le habla”, canta Safo, devota de Afrodita. Ovidio recoge en sus Metamorfosis la leyenda fatal de Píramo y Tisbe que inspirará a Shakespeare y a tantos otros, mientras en El arte de amar instruye a los enamorados: “Joven soldado que te alistas en esta nueva milicia, esfuérzate primero por encontrar el objeto digno de tu predilección; enseguida trata de interesar con tus ruegos a la que te cautiva y, en tercer lugar, gobiérnate de modo que tu amor viva largo tiempo”. Muchos siglos después, Don Quijote seguirá a pies juntillas tales indicaciones para hacerse con el favor de Dulcinea. Catulo, a menudo deslenguado e irreverente, pide así los besos a su amada: “Me preguntas, Lesbia, cuántos besos / tuyos me bastarían y sobrarían. / Cuantos infinitos granos de arena libia hay en Cirene […], / tantos besos tuyos bastarían / y sobrarían al loco de Catulo: / así los curiosos no podrán contarlos / ni una malévola lengua hechizarlos”. En la Roma de Oriente, Casia de Constantinopla confiere tal seducción al himno de María Magdalena para la liturgia del Miércoles Santo (según el rito bizantino): “Tus pies inmaculados besaré, / los enjuagaré otra vez / con estos mechones de mi cabeza, / cuyo sonido en el Paraíso Eva escuchó de tarde / al retumbar en sus oídos”.

En la Edad Media, el amor atraviesa toda la poesía como un continuo fértil, en todas las lenguas y tradiciones: “Es de rosa su mejilla y de narcisos sus ojos / y en su mirada aprenden los maestros de la magia; / las wâws de su aladar parecen / escorpiones de almizcle / curvados sobre flores de granado”, escribe Ibn Sahl de Sevilla. En las jarchas mozárabes, el sentimiento amoroso se hace urgente, llevado a la punta de la lengua como en un estribillo apresurado: “Decidme hermanas mías, ¿cómo / mis males contendré? / No he de vivir sin el amigo, / ¿dónde le buscaré?”, compone por su parte Yehudá Ha-Leví, de Tudela, acordándose del Cantar de los Cantares. Los trovadores, como Guillem de Cabestany, claman a la amada en la lengua de Oc: “Antes de que el dolor / se incendie sobre el corazón / descienda sobre vos / piedad y Amor, señora: / que el gozo os rinda a mí / y aleje lloros y suspiros”. Pero en la Península Ibérica la lengua del amor es el galaico-portugués, la que toma prestada Alfonso X para sus Cantigas: “Yo muero porque no veo aquí / a la dama que para mi mal vi”. Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, anticipa en el amor la plenitud renacentista: “Así dueña pequeña, si todo amor consienta, / non ha plazer en el mundo que ella non sienta”. Pero es en la concesión que Petrarca hace a la lengua vulgar, en sus sonetos escritos a Laura, donde el Renacimiento prende definitivamente: “Ojos, llorad, y hacedle compañía / al corazón que muere a causa vuestra”. Dante, mientras tanto, encuentra en el Paraíso a su adorada Beatriz.

Es en la concesión que Petrarca hace a la lengua vulgar, en sus sonetos escritos a Laura, donde prende el Renacimiento

El modelo de Petrarca impone su dominio en el Siglo de Oro, con determinación hegemónica: “Su cuerpo dejarán, no su cuidado, / serán ceniza, mas tendrá sentido, / polvo serán, mas polvo enamorado”, apunta Quevedo desprovisto de su prebenda satírica. Y Lope: “Creer que un cielo en un infierno cabe, / dar la vida y el alma a un desengaño: / esto es amor, quien lo probó lo sabe”. Y Góngora: “¡Oh bella Galatea, más suave / que los claveles que tronchó la aurora; / blanca más que las plumas de aquel ave / que dulce muere y en las aguas mora”. Aunque quizá corresponde acudir a Sor Juana Inés de la Cruz para encontrar los más hermosos versos de amor en estos tiempos: “Buscan luego mis ojos tu presencia / que centro juzgan de su dulce encanto, / y cuando mi atención te reverencia / los visuales rayos, entretanto, / como hallan en tu nieve resistencia, / lo que salió vapor, se vuelve llanto”.

“Si la música es el alimento del amor, tocad”, solicita Orsino para abrir la Noche de Reyes de William Shakespeare. El Bardo recupera a Píramo y Tisbe en Romeo y Julieta: “Llámame amor y volveré a bautizarme: desde hoy nunca más seré Romeo”; y riega con las más poderosas declaraciones de amor las llamas corteses a veces, carnales otras, que pueblan sus Sonetos: “Harto quisiera abandonarlo todo / si no dejase solo al amor mío”. A partir de entonces, el amor se disuelve en la literatura como una corriente menos visible, desconfiada tal vez, absorta, pero puntualmente la poesía, en verso o en prosa, en el escenario o en las novelas, nos recuerda su abismal naturaleza. Así escribe Emily Dickinson: “Es el Amor -anterior a la Vida- / Posterior -a la Muerte- / Inicial de la Creación, y / El Exponente de la Tierra-”.

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