Crítica

Guerrero convence en su faceta de intérprete

catedral

Dirección de escena: Juan Dolores Caballero. Baile y coreografía: Patricia Guerrero. Cuerpo de baile: Maise Márquez, Ana Agraz y Mónica Iglesisas. Cante: José Anillo. Guitarra: Juan Requena. Percusión: David "Chupete" y Paco Vega. Cantantes: Diego Pérez (Tenor) y Daniel Pérez (Contratenor). Composición musical: Juan Requena, Agustín Diassera. Iluminación: José María Rivera. Lugar: Teatro Lope de Vega. Fecha: Viernes, 30 de septiembre. Aforo: Lleno.

Cuando la Bienal se encamina hacia su final, es una alegría ver una apuesta por esa juventud que debe -y lo hará, qué duda cabe- tomar el testigo de este arte cada vez más universal e indefinible.

A pesar de su juventud, Patricia Guerrero tiene una trayectoria lo suficientemente rica como para volar en solitario. Y lleva haciéndolo desde hace tiempo, a veces en piezas de pequeño formato, pero siempre investigando, buscando en ese arsenal inmenso que es el flamenco, el guante de su medida, es decir, el vocabulario, el tempo y la energía que mejor le sirvan para comunicar sus sentimientos y sus emociones de cada día. De técnica, como pudimos volver a comprobar anoche, tiene para para dar y regalar.

Para esta su segunda Bienal como protagonista, la Guerrero ha querido dar un paso más, añadiendo a su baile una faceta interpretativa que la ha llevado a meterse en la piel de una mujer reprimida por la religión que lucha por liberarse de preceptos que ya no le sirven. Para ello acudió a un director de experiencia como Juan Dolores Caballero, que ha realizado un montaje sencillo y muy claro, amén de perfectamente limpio e iluminado. Algo realmente raro de ver, por desgracia, en el mundo del flamenco.

El apartado musical, también sencillo, realiza una gran aportación al espectáculo, no sólo con el cante de José Anillo, estupendo desde que aparece cantando versos de Santa Teresa de Jesús, y la guitarra de Juan Requena. La percusión, con sus ecos de campanas o incluso con sus castañuelas, fue una magnífica hacedora de ambientes, recreando los sonidos y los silencios que envuelven a los feligreses en cualquier iglesia o catedral. Junto a ella, la presencia de un tenor y un contratenor (mellizos por más señas) con sus cantos religiosos ayudan a la teatralización y dialogan en algún momento con la danza.

En este ambiente que se adivina asfixiante y represivo, Patricia Guerrero, con traje decimonónico y mantilla negra (las tres bailarinas también con traje de época y gorguera) comienza una lucha con ella misma y con algo que parece quererla sojuzgar para -todos lo esperábamos- irse quitando capas hasta liberarse de todo, vestida de rojo y con el pelo flotando.

La artista está casi todo el tiempo en escena, sola y en algunos momentos con el trío de jóvenes que, en escenas casi pictóricas, la acompañan en sus múltiples giros y, en ocasiones, le sirven de confidentes.

Decir que Gerrero es buena bailarina es quedarse corto. Es una artista extraordinaria que se entrega a su papel con una extremada sinceridad, creando una danza intensa, llena de rabia en ocasiones pero cuidada en cada movimiento. Entre otras cosas bailó maravillosamente por seguiriyas, por jaleos... y la reprimieron por tangos. Bailó de principio a fin y lo hizo como pocas pueden hacerlo, pero al final, cuando pensamos que se había liberado de todos los pesos y todos los trajes decimonónicos y que por fin iba a cambiar su discurso coreográfico para bailar con el suyo propio, como la extraordinaria bailarina y bailaora de 26 años que, nos quedamos con la miel en los labios. Al menos algunos, porque casi todo el público que llenaba el Lope de Vega la aplaudió a reventar.

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