LOS ITALIANOS DE LA DÉCIMA | CAPÍTULO XVII

Cuando lloran las estrellas. La Operación B.G. 5 (III)

Desde aquel diciembre de 1942, los cuerpos de los tres operadores italianos caídos en la operación BG 5, reposan en estas aguas.

Desde aquel diciembre de 1942, los cuerpos de los tres operadores italianos caídos en la operación BG 5, reposan en estas aguas.

La localización de aquellos dos italianos había desencadenado la alarma general en la colonia. Inmediatamente la defensa naval respondió con todos los medios a su alcance. Como recogía Varini, el sistema coordinado de focos y reflectores transformaron la noche en día y el lanzamiento de cargas se multiplicó, tanto dentro como fuera del puerto. Al mismo tiempo, un sin número de ametralladoras e incluso pequeñas piezas de artillería de diferentes calibres abrieron fuego aleatoriamente sobre las zonas potencialmente amenazadas. Todo este zafarrancho se había desencadenado mientras el tercero de los maiale se encontraba aún aproximándose al puerto en superficie. Sometido a una verdadera tormenta de fuego, la única alternativa posible para Vittorio Cella, el oficial-piloto del mismo, era invertir el rumbo y poner proa hacia el Olterra.

Llegados a ese punto, a los operadores de la Decima sólo cabía dar cumplimiento a dos prioridades. La primera de ellas era evitar a toda costa que sus preciados medios de ataque cayesen en poder del enemigo. La segunda era preservar el secreto del conjunto del operativo. Respecto a la primera, el Cabo Varini recordaría luego: "Hice constar a mi oficial que si éramos alcanzados por algún proyectil, el enemigo podría hacerse con nuestro maiale. Y rápidamente, nos sumergimos a una profundidad considerable a tenor de la presión que notábamos. Mientras navegábamos en inmersión, sentíamos cómo las cargas estallaban cada vez más cerca de nosotros. Estaba claro que la patrullera nos estaba dando caza. Un lanzamiento algo más cerca y estaríamos muertos".

Manisco recordaría en su posterior informe para la Marina: "No quedaba más que dos caminos: o salíamos a la superficie con el maiale (y luego lo hundíamos) o lo hundíamos antes de salir activando el mecanismo de autodestrucción. Por supuesto, elegí el segundo. Porque me temía que, una vez de vuelta a la superficie, se lanzarían sobre nosotros sin darnos tiempo a deshacernos del torpedo. De manera que di la orden a mi segundo de activar el modo de autodestrucción, apagué el maiale y activé las bombas para embarcar lastre".

A continuación, los dos italianos emprendieron el ascenso. Un trayecto interminable para Varini que, agotada su reserva de oxígeno, tuvo que ser ayudado por su oficial-jefe. Pero la cosa no había terminado aún. Una vez se deshicieron de los autorrespiradores ambos intentaron alejarse del punto de emersión para, con algo de suerte, conseguir llegar a la cercana costa de La Línea. Una fuerte corriente terminó frustrando sus intenciones. Ya muy agotados por el esfuerzo, optaron por alcanzar alguno de los mercantes fondeados frente al Detached Mole para, sirviéndose de un punto de apoyo, recuperar el aliento y despojarse de sus equipos. Aquello no podía terminar más que de una forma. "Cuando ya nos encontrábamos cerca del mercante -escribiría Manisco- , un reflector nos enfiló cogiéndonos de lleno en su haz de luz. No había nada que hacer. Un nadador se acercó y me recogió cuando estaba ya a punto de perder el conocimiento, mientras Varini era subido a bordo de la nave empleando una escala".

Se trataba de un barco de abastecimiento norteamericano en cuya tripulación servían varios marineros de origen italiano. La escena que tuvo lugar entonces la describe Borghese en sus memorias con estas palabras: "Apenas habían puesto un pie en la cubierta, la dotación, compuesta en gran parte por italo-norteamericanos, rodearon a los dos operadores y los colmaron de elogios y atenciones; todos querían estrecharles la mano. Estos se despojaron de sus trajes de buceo, porque no querían que cayesen en poder de los ingleses. Fueron los mismos americanos los que se encargaron de hacerlos desaparecer arrojándolos por la borda". Sin embargo, en tierra, como sin duda suponían, no les esperaba sino el mismo ritual de interrogatorios, presiones y amenazas por el que Birindelli y Paccagnini habían pasado hacía dos años.

Ellos aún albergaban la esperanza de que al menos Visintini hubiese podido llevar a cabo su ataque. Sin embargo, de aquellas dos prioridades que Manisco se había planteado, sólo pudo dar culminación a una de ellas. Para su tranquilidad, su maiale se había hundido en el fondo de la bahía evitando así su captura por parte del enemigo. Pero toda aquella peligrosa maniobra de diversión, cuyo único objetivo era atraer la atención de los británicos y facilitar así la misión de su jefe de grupo, había resultado inútil.

Es muy posible que incluso antes de que la iniciaran, Visintini y Magro ya estuviesen muertos. Poco se sabe de las circunstancias exactas en que se desarrollaron los hechos, más allá de que sus cuerpos fueron hallados varios días más tarde en el interior del puerto de Gibraltar. Teniendo en cuenta las conclusiones del preceptivo informe médico, ambos habían sido víctimas de las lesiones internas producidas por la detonación de una de las cargas arrojadas en las proximidades del acceso Norte. En principio, cabe la posibilidad de que aquel aumento en la cadencia de lanzamiento de estas hubiese resultado fatal para ellos y que los dos italianos hubiesen sido alcanzados justo cuando acababan de superar las barreras. Aunque tampoco se puede descartar que su muerte se hubiese producido como consecuencia de la violenta reacción desencadenada por las defensas del puerto tras descubrir la presencia del maiale de Manisco.

Por lo demás, en el comunicado emitido por las autoridades británicas se presumía que, salvo los dos italianos capturados, el resto de los atacantes de aquella noche habían resultado muertos. Lo cierto fue que el fallecimiento de Visintini y Magro no quedaría confirmado hasta una semana después, cuando sus cuerpos aparecieron flotando en las aguas interiores del puerto. Por el contrario, gracias a la rápida reacción y la habilidad del subteniente Cella, el tercero de los maiale había conseguido escapar hacia el Norte en medio de una lluvia de proyectiles y tras un duro esfuerzo, alcanzar el Olterra. Cella estaba herido y sus oídos sangraban por efecto de las cargas. Pero el asiento de su segundo estaba vacío. Salvatore Leone había desaparecido durante la maniobra de regreso; tal vez, tras resultar igualmente malherido por efecto de las detonaciones o alcanzado por una ráfaga de ametralladora. Su cuerpo nunca fue encontrado.

Cuando a las pocas horas del ataque, Pistono informó a Roma de lo sucedido, aún había ciertas esperanzas de que Visintini y Magro hubiesen caído prisioneros. Días después se confirmarían los peores augurios. De los seis operadores participantes, tres habían resultado muertos y dos habían sido capturados. Cinco de seis. Sólo el subteniente Cella había regresado para contarlo. Como escribiría el almirante italiano Virgilio Spigai: "Fue un golpe muy duro dada la categoría de la gente que habíamos perdido...".

Poco después, la Regia Marina se había puesto en contacto con las familias para comunicarles lo sucedido. María Bianca se convirtió en viuda a los quince meses de casada, estando en cinta de una hija finalmente malograda. Mamá Giovanna, por su parte, tuvo que sobrevivir al hecho de que Licio se hubiese unido a su hermano y a su padre. Mientras Rovigo y Taormina lloraban también la pérdida de otros dos de sus hijos.

Por lo demás y aunque los familiares no llegaran a saberlo hasta después de la guerra, aquellas dolorosas pérdidas habían dado pie a uno de esos hechos, rebosantes de nobleza, respeto y gallardía, que en ocasiones el ser humano es capaz de protagonizar, especialmente cuando se encuentra sometido a circunstancias extremas. Nada más enterarse de que los cadáveres de aquellos dos italianos se encontraban depositados en la morgue del Military Hospital de Gibraltar, el commander Crabb y el teniente Bailey del Grupo de Defensa Antisubmarina, tomaron la decisión de hacerse cargo de su funeral. Lo único que sabían entonces de aquellos marinos eran dos cosas. La primera era sus nombres y graduación, ya que figuraban en sus trajes de buceo y la segunda, como diría Pugh Marshall el biógrafo de Crabb, que se trataba de dos valientes.

Crabb y Bailey hablaron con un capellán católico para que oficiase la ceremonia y consiguieron hacerse con dos banderas italianas para cubrir los cuerpos. En la mejor tradición marinera, los restos de Visintini y Magro fueron llevados en una pequeña embarcación hasta las aguas de Punta Europa y sepultados en el mar con todos los honores. Crabb y Bailey pusieron fin a la ceremonia arrojando al agua una corona de flores pagada por ellos mismos. Dentro de la guarnición hubo quien les criticó por ello. Algo hasta cierto punto lógico dado los efectos de la propaganda de guerra y sobre todo, porque el profundo significado que tal acción atesoraba sólo era y es asequible a los hombres de honor. Como destacaría la bibliografía británica, aquella guerra submarina era una lucha entre gentes de mar que compartían los mismos riesgos y penalidades y en la que sus protagonistas sentían un profundo respeto por sus enemigos. Ni las familias ni la Marina de Guerra italiana olvidarían nunca aquel bello gesto.

En muchos lugares, hoy día aún se recuerda a aquellos tres italianos muertos en las aguas de la Bahía hace ahora más de ochenta años. Así, una escuela de primaria de Marghera ostenta el nombre de Licio Visintini, lo mismo que una Residencia de Ancona o una calle de Fiumicino. Mientras la Marina Militare quiso rendir honor a su sacrificio bautizando como Licio Visintini una de sus corbetas; aquella que, inspirándose en el valeroso marino, navegaría bajo el lema Sufficit animus, Basta el coraje.

En el cementerio del pueblecito de Rovigo, en el Véneto, se puede contemplar un monumento levantado a la memoria de Giovanni Magro. Mientras no hace mucho, los habitantes de la siciliana Taormina han dedicado una de sus plazas principales al recuerdo de Salvatore Leone; para quien no dejan de reclamar que, al igual que había ocurrido con sus compañeros, le sea finalmente concedida la Medaglia d´Oro al Valore.

Curiosamente, en el monolito erigido -hace ahora justo treinta años- en la Avenida de España de La Línea a la memoria del buceador fallecido en accidente laboral Cristóbal Peralta, se muestra una leyenda que dice así: "A los submarinistas que como tú dejaron la vida en el mar". Una frase que -pretendidamente o no y pese a quien pese- le hubiese encantado al comandante Crabb y que encierra un postrer homenaje a aquellos tres marinos italianos que el destino quiso dejar para siempre en estas aguas.

En el treinta aniversario de la trágica noche, Vittorio Cella escribió a María Bianca:  "Queridísima María... Nunca he dejado de recordar aquella terrible noche de diciembre y con los hechos, a las personas que estaban conmigo y que no tuvieron mi misma suerte. Sobre todo a Licio, no sólo porque era nuestro comandante, sino por todo lo que de bello y puro representaba, con su arrojo tranquilo, con la belleza de su entusiasmo y con su elevado sentido de la moral. No pienses nunca que estas sola en el recuerdo de estos hechos inolvidables que marcaron a una generación en un momento histórico y recibe... nuestra felicitación más cariñosa para las próximas Navidades y el Año Nuevo".

Antonio Ramognino escribiría: "En aquel mar dejé para siempre a un querido e inolvidable amigo con el que tantos esfuerzos, anhelos y esperanzas había compartido: el teniente de navío Licio Visintini caído como un héroe delante del Peñón". Sin embargo, tal vez el epitafio más emotivo a la memoria de aquellos marinos fue el que pude escuchar de labios de Conchita, la dama española de Villa Carmela, en una de aquellas tardes que compartimos en su casa de Génova. Cuando al preguntarle por la noche de la tragedia, su rostro -siempre tan risueño- se ensombreció para, visiblemente emocionada y con la mirada de regreso a los años de la guerra, decirme casi en un suspiro: "Cuantas lágrimas, querido Alfonso... cuantas lágrimas". No existe la menor duda de que aquel 8 de diciembre de 1942, festividad de la Inmaculada Concepción, junto Conchita y a sus compañeros, también lloraron las estrellas.

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