Los italianos de la Décima

Conchita Peris del Corral, la dama española de Villa Carmela (I)

  • Alfonso Escuadra narra cómo realizó una entrevista inédita a la que fuera esposa de Antonio Ramognino en Génova en 1998

  • La futura base desde donde la 'Decima MAS' atacaría a los navíos aliados se ubicó en una parcela propiedad de británicos desde comienzos de siglo

El matrimonio Ramognino con el Peugeot 201 Cabriolet descapotable de 1932 que emplearon durante su estancia en el Campo de Gibraltar. El automóvil había sido puesto a su disposición por el Servicio de Inteligencia naval italiano en España.

El matrimonio Ramognino con el Peugeot 201 Cabriolet descapotable de 1932 que emplearon durante su estancia en el Campo de Gibraltar. El automóvil había sido puesto a su disposición por el Servicio de Inteligencia naval italiano en España. / E.S.

En septiembre de 1950, bajo el título de Decima Flottiglia MAS. Dalle origini all´Armisticio, la editorial Aldo Garzanti de Milán publicaba la primera edición en italiano de las memorias del comandante Junio Valerio Borghese. En la mitad inferior de la página 256 b, aparecía una fotografía destinada a convertirse en un icono para los estudiosos de la Segunda Guerra Mundial en general y de los medios de asalto naval en particular. En ella, se puede ver una panorámica de la bahía de Algeciras repleta de mercantes aliados, tomada en la primavera de 1942 desde la costa de Puente Mayorga. El eje central de la imagen viene determinado por la inconfundible silueta del Peñón de Gibraltar visible al fondo. Pero en primer plano, semi oculta por la imposición del margen izquierdo del encuadre, se puede ver la figura de una atractiva y elegante joven que, sentada frente a los cañaverales que dan acceso a la playa, vuelve sonriente su rostro al espectador. Nunca hubo dudas sobre su identidad porque, si bien concediéndose ciertas licencias en su ubicación, Borghese había escrito a pie de foto: La Rocca di Gibilterra e le navi dei convogli inglesi viste da Villa Carmela. In primo piano, la signora Conchita Ramognino.

He de reconocer que, a partir de la lectura de Borghese y conforme profundizaba en la historia que había detrás de esa fotografía, fui alimentando una fascinación muy especial por aquella singular pareja y la apasionante misión que habían desarrollado en España durante los años del último conflicto mundial. En estos tiempos en los que la fidelidad a los hechos es a menudo sacrificada en aras de productos considerados homologables, en los que no es difícil comprobar cómo las biografías son maquilladas o retorcidas hasta el esperpento, por no decir hasta el ridículo; o en los que se difunden tramas tan insostenibles desde la lógica más simple como faltas de soporte probatorio alguno, resulta un soplo de aire fresco encontrarse con la protagonizada por el matrimonio Ramognino. Personas reales, sin trampa ni cartón, que ni responden a estereotipos ni se desdibujan con falsedades. Partícipes ambos en unos hechos de una significación muy particular en los que, por fortuna, se puede entrar pisando fuerte gracias al abundante y preciso andamiaje documental que los sustenta.

Los investigadores saben que son muchos los aspectos de un hecho que superan el estricto contenido de los legajos y los fondos de la documentación oficial. Entre ellos se cuentan los que afectan a la dimensión más humana del mismo. Es entonces cuando demuestran toda su utilidad los recuerdos personales, las colecciones particulares y los testimonios directos de los que, de una forma u otra, se vieron implicados. Un tipo de material que acostumbra a poner a prueba las técnicas de análisis y el olfato de los más avezados, pero cuyo aporte, independientemente de las conclusiones a las que se llegue, resulta siempre tremendamente aleccionador.

No es extraño pues que, cuando en 1998, atravesé la cancela que daba acceso al cuidado jardín de la que, durante muchos años venía siendo la casa familiar de los Ramognino en Génova, volviese a sentir esa conocida tensión y ese extraño vértigo que siempre asalta a quien se sabe a punto de adentrarse en uno de los capítulos más sorprendentes de nuestro reciente pasado.

La villa, señorial aunque sin excesos y sin duda acogedora, estaba situada a menos de cien metros de la costa, en la fracción oeste del distinguido barrio genovés de Pegli, justo frente a la Marina de Castellucio que se abre al mar de Liguria. Mientras me acercaba a la entrada, una de las primeras cosas que llamó mi atención fue un bello carillón de viento que había en el porche y en el que los habituales tubos de aluminio tenían como badajos miniaturas de anclas, veleros y delfines bellamente trabajados.

La mar, siempre la mar. Al fin y al cabo, qué mejor tarjeta de presentación para quienes durante mucho tiempo habían sido sus propietarios. Ya que en ella había vivido hasta su fallecimiento, hacía tan sólo unos meses, Antonio Ramognino, el padre de las bases secretas desde las que la Decima MAS había estado operando contra intereses aliados en la bahía de Algeciras allá por los años 1942 y 1943. En un capítulo anterior, los lectores de esta serie, han tenido ya la oportunidad de conocer a aquel dinámico y creativo ingeniero de fortuna, tan marcado por su idealismo, su amor a Italia y su inagotable afán de servicio. Por eso constituye casi un acto de justicia que, en esta ocasión, se ponga el foco en el papel jugado por la que había sido su compañera y su cómplice en el más extenso sentido de la palabra. Especialmente porque, en lo que se refiere a este episodio de la guerra secreta, pocas fuentes más autorizadas que su testimonio personal para descubrirnos ese aspecto humano tan ajeno a la prescrita formalidad de los informes y registros de la Regia Marina.

Salió a recibirme su hijo Giacomo quien, amablemente y en perfecto castellano, me condujo hasta el salón donde esperaba la joven de la fotografía. Aquella con la que Antonio había compartido cincuenta y siete años de su vida, incluidos los meses cargados de riesgos y emociones que ambos habían pasado en España durante la Segunda Gran Guerra. Ni que decir tiene que me había preparado a fondo para aquel encuentro. Ya que era perfectamente consciente de que, tras muchas gestiones, aquel día iba a tener acceso a una testigo excepcional, nada menos que a la co-protagonista de una historia extraordinaria. Iba a conocer a Conchita Ramognino, la dama española de Villa Carmela.

Ella me esperaba en el salón principal, sentada con una elegante pose ejecutada con la naturalidad que sólo otorga la costumbre. Sobre una mesa, se encontraba la colección familiar de fotografías, cartas, documentos personales, recortes de prensa, anotaciones manuscritas y que sé yo más. En suma, el mismo paraíso para cualquier investigador. Poco a poco y a partir de las cortesías de rigor, fui tomando conciencia del espacio. Bastó un rápido vistazo para llegar a la primera conclusión: era imposible afirmar que Antonio no estuviese presente. Su recuerdo se evocaba en cada objeto, en cada rincón, en el rostro visiblemente emocionado de su hijo cada vez que se mencionaba su nombre y en el brillo especial que iluminaba la expresión de Conchita cuando hablaba del periodo que ambos habían pasado en el Campo de Gibraltar, durante su segunda misión secreta para la Marina de guerra italiana. Lo vivido entonces impregnaba sin duda el ambiente. No podía ser de otra forma. Allí estaba la que se me dijo era la bitácora del Olterra, los distintivos y condecoraciones de Antonio, los reconocimientos recibidos o los planos de su innovador medio de asalto. Y presidiendo la colección de marinas que decoraba una de las paredes, un cuadro de la Bahia de Algeciras con el Peñón de Gibraltar al fondo.

Todos los ingredientes para la perseguida alquimia estaban preparados a falta sólo del ensalmo que pusiera en marcha la máquina del tiempo y con ella, la fértil memoria y el verbo ágil de Conchita. A tal efecto sirvieron las anotaciones que Antonio había escrito medio siglo antes y con las que había dado comienzo aquel capítulo de su vida. No quise perder la oportunidad de escuchar cómo sonaban aquellas frases en boca de la signora Ramognino y le pedí que fuese ella quien las leyera: "He visto una casita de campo para alquilar que es ideal… se encuentra en una pequeña elevación que desemboca en una playa de Puente Mayorga, cerca de La Línea. Una gran cantidad de mercantes de los convoyes echan el ancla allí después de cruzar el Estrecho, algunos de ellos a dos mil metros de la costa, otros apenas a seiscientos. Todo movimiento que efectúen es perfectamente visible desde la casa". El resultado no pudo ser más evocador. De pronto, todos los presentes regresamos a la primavera de 1942.

Lo que siguió a continuación fue el desarrollo en imágenes y palabras del valioso testimonio con el que, desde el cariñoso recuerdo de su marido, una afectuosa cercanía con nuestra comarca y una humildad digna de ser destacada, María de la Concepción Peris del Corral -señora de Ramognino- ilustró el lado más humano de las misiones desarrolladas por la Decima contra Gibraltar durante los años centrales del conflicto. No es la primera vez que los lectores de esta serie han podido comprobar el interés de sus aportaciones y estoy en condiciones de asegurarles que no será la última. Pero de momento, son el recurso perfecto para saber algo más del camino seguido para hacer realidad aquel proyecto que, con tanto énfasis, su marido había propuesto al Estado Mayor de la Regia Marina. No obstante, antes de llegar a ello, se impone conocer algo más de esa Villa Carmela que, durante muchos meses, había servido de residencia al matrimonio, mientras mostraba toda su utilidad como puesto de observación avanzado y como base secreta a la Decima M.A.S.

La casita de campo se encontraba en una propiedad que había pertenecido, desde mediados del siglo XIX, a Antonio de Sola y Torres, así como a sus descendientes. En 1908, había pasado a Arturo Patrón Cánepa, originario de Aguilar de la Frontera aunque refundido en súbdito británico con residencia en Gibraltar. Y finalmente, ya a finales de 1932, había sido adquirida por el dentista Juan Luis Medina Villalta, también súbdito británico y residente, primero en Gibraltar y luego en Madrid. De manera que, curiosamente, la futura base desde donde la Decima MAS atacaría a los navíos aliados iba a ubicarse en una parcela propiedad de súbditos de su Graciosa Majestad británica desde comienzos de siglo.

Se debe destacar el hecho de que había sido el mencionado Juan Luis Medina el que había mandado construir ese coqueto chalet, al que quiso bautizar con el nombre de Villa Carmela. La edificación había tardado varios años en quedar debidamente registrada. Lo cual no quita que, cuando los italianos se interesaron por ella, ya fuese popularmente conocida por ese nombre. Es a través de esta pista como se ha podido finalmente aclarar que, tras esta denominación, no se ocultaba el nombre clave de ninguna espía, sino el simple intento del entonces propietario de halagar a su esposa, cuyo nombre era María del Carmen Córdoba Ferrer.

Por lo demás, en la documentación que obra en el registro de la propiedad de San Roque se encuentra la siguiente descripción de la casa: "El chalet denominado Villa Carmela ocupa una superficie de 225,36 metros cuadrados, es de planta baja, consta de cuatro dormitorios, una gran sala, hall, comedor, galería cubierta, ropero, pasillo interior, despensa, cocina, cuarto de baño, retrete y una terraza exterior. Linda por sus cuatro rumbos con tierras de la parcela en que se sitúa. Sin cargas. Valorada la edificación en quince mil pesetas… (el propietario) declara haberse efectuado la descrita edificación por el contratista de obras Don Joaquín Almagro Fernández".

Según la misma fuente, estaba construida en la denominada finca 672, cuya extensión era de unos cincuenta y ocho mil metros cuadrados y que lindaba al norte con el Arroyo-Cachón de Jimena, al sur con la carretera que entra en Puente Mayorga, al este con la que lleva a Gibraltar y al oeste con el arroyo del camino del Puente; el cual desagua en el mismo Cachón y la llamada Huerta de los Naranjos. Basta llevar estas referencias al plano para comprobar cuánta razón tenía Antonio Ramognino al escribir en su informe para el Estado Mayor de la Marina italiana que la ubicación de la casa se prestaba enormemente a los fines perseguidos. Es cierto que estaba a unos seiscientos metros de la playa, pero situada encima de una loma y rodeada por un prado que, en cierta forma, la preservaba frente a los extraños.

Había sido precisamente el hallazgo de aquella propiedad el que, a la postre, había provocado que la relación de los Ramognino con el Campo de Gibraltar no hubiese finalizado con su misión de reconocimiento. Ya que, mientras el mercante Olterra, la otra de las bases propuestas, era acondicionado para acoger a los maiali, la Decima había decidido servirse de Villa Carmela como punto de partida para desplegar a sus buceadores de combate. La cercanía de sus objetivos hacía que estos no necesitasen tantas horas de oscuridad y pudiesen así ser empleados durante los meses centrales del año. Algo que, combinado con las acciones de los maiali, permitiría a la Regia Marina mantener permanentemente bajo acoso aquella importante base naval enemiga.

De manera que, aprovechando la insistencia con la que Antonio Ramognino había solicitado tomar personalmente parte en las que suponía iban a ser las primeras acciones de guerra de su invento, el llamado Batello R- y dado también que su idoneidad personal para ese tipo de cometidos había quedado más que demostrada, la Marina italiana no había dudado en volver a enviarle a España con la misión de hacerse cargo de la futura base de Villa Carmela. Pero como ya no se trataba de un simple viaje de inspección sino de una estancia de muchos meses, se decidió dotarle de un camuflaje adicional. De tal suerte que, a todos los efectos, la presencia de Antonio Ramognino en Puente Mayorga vendría justificada por el hecho de que, en calidad de representante de la empresa Andrea Zanchi de Génova, la naviera propietaria del Olterra, se le había encomendado supervisar los trabajos de reparación y mantenimiento que, en breve, iban a iniciarse en el buque.

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