Campo chico

Los Rondón, Conchita y el Instituto

  • Los conserjes de los institutos de entonces, como los bedeles de las universidades, eran muy respetados

  • Cuando me incorporé como catedrático a la Complutense nunca permití el usted

En primer plano el Hotel Garrido (1950)

En primer plano el Hotel Garrido (1950)

Visto de modo extemporáneo, la escuela de los hermanos Rondón Leiva, Juan y Mercedes, en el tramo bajo de la calle Larga, después de cruzar General Castaños, podría ser cualquier cosa, pero sería muy difícil imaginar que en aquella pequeña y escuálida zapatería, en la que era raro ver a un cliente, había, eso, una escuela. Una tercera hermana, Carmen, se ocupaba de atender la supuesta zapatería y desempeñaba el papel de recepcionista de la escuela. Su hija mayor, nuestra querida Luisi (Castro Rondón), esposa del doctor Rivera Martínez, al que conoció precisamente allí, como alumno de su tío Juan, y a cuya familia tanto le debe Algeciras, falleció no hace mucho.

Lo cierto es que tras la pequeña puerta del mínimo mostrador se accedía a una especie de hall desde el que llegar, primero a una sala de regulares dimensiones y luego a otra un poco más grande. En la primera, Don Juan enseñaba a los mayores, alumnos de Bachillerato del Instituto, que bien habían suspendido alguna asignatura o bien buscaban ayuda para su preparación. Latín y Matemáticas eran los copríncipes del reino de las asignaturas difíciles de digerir y que más frecuentemente se suspendían. Curiosamente, eran mis preferidas. No obstante debo dar algunos detalles para que se comprenda esa preferencia. Meme, que era como llamábamos a Mercedes, era una muchacha de muy buena hechura, guapa y, al mismo tiempo, seria. Fue, tras Doña Cari, fundamental en mis primeros años de formación.

Las salas de clase, en planta de calle, rodeaban un patio lleno de flores que veíamos por las ventanas. Durante años he estado observando aquellas estancias ya deshabitadas, del número 13 de la hoy calle Cristóbal Colón. Una vieja puerta con alguna rendija o el ojo de la cerradura, me permitían ir viendo con tristeza creciente cómo se deterioraba el interior del portal, ya inaccesible, y cómo el patio se iba llenando de malas hierbas. La sala donde estábamos con Meme, formaba la base de una ele mayúscula invertida hacia el patio, cuyo cuerpo estaría formado por la zapatería y la clase de Don Juan. Así que desde donde estábamos con Meme se alcanzaba a ver parcialmente y a través de ventanas, tanto el acceso desde la calle al escaso recinto de la zapatería, como la otra sala.

Cristóbal Colón, 13. Cristóbal Colón, 13.

Cristóbal Colón, 13.

Don Juan inspiraba un respeto imponente. Su discurso nos llegaba desde lejos con nitidez y los alumnos mayores no daban ruido. Hablaba con una manifiesta seguridad en sí mismo y de vez en cuando se le enrojecía el rostro dando más fuerza a su ya rotunda dicción. Los ojos claros y un poco saltones te advertían de que no escapaba nada a su atención. Al atardecer se le veía en el Casino donde jugaba al billar con una maestría poco común.

No llegué a tener a Don Juan porque pasé bastante bien las pruebas de ingreso y primero. Obtuve buenas notas en todas las asignaturas de primero, pero en latín me pusieron un cero. Debo decir al respecto que ese cero me hizo más bien que los notables y sobresalientes que lo acompañaban. Diría aún más: ese cero a los 10 años fue providencial, me despertó el interés por el latín y, sobre todo, por la profesora que, desde poco después, se convertiría en uno de mis amores (en el buen sentido de la palabra) prioritarios, de tantos verdaderos como tengo y he tenido.

En septiembre de aquel año supe, después de aprobar con holgura el latín, que la joven profesora, recién llegada al Instituto de Algeciras, su primer destino, era una mujer de carácter. Entonces, muy lejos de lo que sucede ahora, la autoridad de un profesor era algo intrínseco a su condición. Una mujer joven (y muy guapa) lo tenía peor; no obstante, el poderío nato de Conchita (Concepción Jurado) suplía las carencias de una sociedad dominada por el supremacismo del varón. Muy pronto su rigor y categoría intelectual se generalizaron entre alumnos y padres de alumnos: "Conchita no se casa con nadie" era una frase que se oía entre las madres de aquellos pequeños estudiantes. El latín se unió a las matemáticas, para constituirse en los obstáculos por excelencia, entre los que habían de ser superados para hacerse persona de provecho. Con el latín ya aprobado, Conchita le confesó a Isabelita Luque que el cero de junio era para asegurarse de que dedicaría el verano al latín. Mis restantes buenas calificaciones habrían compensado cualquier suspenso de nota superior al cero.

Así fue, en efecto, no solo estudié latín sino que me entusiasmé haciéndolo hasta alcanzar un conocimiento aceptable de la lengua culta de Séneca. A mí y a otros pocos niños nos pusieron en manos de un profesor particular de latín, que nos daba las clases en un chalecito de la barriada llamada Hotel Garrido, cerca de donde unos amigos inolvidables de mi familia, Manolo Garzón, y su esposa Teresa, sevillanos de origen, vivían en una casa unifamiliar muy confortable.

Latín y Matemáticas dominaban el panorama de las asignaturas difíciles de digerir

Nada más doblar la curva que hacía (y hace) la carretera, yendo hacia el norte y dejando atrás el Instituto, rebasado el Pasaje Andaluz, un cabaret de leyenda, había unos pocos chalets. En uno de ellos, no lejos del de los Garzón, estuvimos durante aquel verano, unos cuantos niños sumergidos en el latín. Todo fue más que bien, llegué a aquel queridísimo Instituto con las primeras generaciones, llamadas a devolverle a España su deteriorada identidad. El aula de los de segundo estaba justo a continuación de la sala de profesores, inmediatamente después de la primera esquina a la derecha de la entrada. Antonio, el conserje, en su garito del hall, vigilaba todos nuestros movimientos.

El tramo bajo de la calle Larga. El tramo bajo de la calle Larga.

El tramo bajo de la calle Larga.

Los conserjes de los institutos de bachillerato de entonces, como los bedeles de las universidades, eran muy respetados; les bastaba con estar visibles para que los muchachos guardáramos el orden establecido. Muchos años después tuve, al respecto, experiencias muy emocionantes. Cuando me incorporé, como catedrático, a la Universidad Complutense, quedaban algunos bedeles y Herrero, el conserje de mis tiempos de estudiante; nunca permití el usted que fue tú. Ni nada que pudiera ser diferente del trato que recibí de ellos cuando estudiaba.

Al entrar, por primera vez como alumno, al Instituto, pude ver en la sala a algunos de los profesores que me examinaron, a Don Francisco Bravo, que fue el que junto a la señorita Begoña, de Geografía, me corrigieron el dictado, a Don Nicolás, que me corrigió las cuentas y luego me examinó de matemáticas, o a Don Aureliano, de Historia, que era nada menos que el Director.

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