Algeciras no es soberbia, es resistencia
Tribuna de opinión
La ciudad necesita comprensión, no condescendencia, para superar décadas de estigmatización y de una mirada centralista que impone su interpretación como la única posible
A Algeciras se la juzga con facilidad y se la escucha poco. Desde hace años, la ciudad ha sido retratada en titulares nacionales y en conversaciones informales con una ristra de adjetivos que, lejos de describirla, la condenan: soberbia, ignorante, ingrata. Pocas veces se analizan las causas profundas de estas etiquetas. Casi nunca se cuestiona quiénes las emiten ni desde qué lugar.
Desde el centro del país —y también desde ciertos despachos autonómicos— Algeciras es vista como una anomalía, una periferia incómoda. Y, como suele ocurrir con los márgenes, se convierte en objeto de estigma: ni suficientemente andaluza para algunos ni plenamente española para otros; ni pobre del todo ni próspera a pesar de su puerto. Sencillamente, desconcertante.
Lo que a menudo se interpreta como arrogancia local es, en realidad, una afirmación identitaria frente al desprecio sistemático. Lo explicaba el sociólogo Pierre Bourdieu: "La forma en que se perciben las clases populares está atravesada por la mirada dominante, que impone su lógica como si fuera universal". En este sentido, el juicio moral hacia Algeciras no nace de su realidad interna, sino del discurso construido desde fuera.
La soberbia atribuida a los algecireños no es sino una forma de orgullo defensivo. La ignorancia, una etiqueta que esconde desigualdad estructural. Y la ingratitud, una acusación que suele surgir desde relaciones de poder asimétricas: cuando quienes miran desde arriba esperan sumisión como forma de agradecimiento.
La ciudad de Algeciras ha sido estigmatizada durante años con etiquetas como "soberbia" e "ingrata" que no reflejan su realidad
La ciudad de Algeciras presenta indicadores sociales que explican parte de su tensión colectiva. La comarca del Campo de Gibraltar tiene uno de los índices de desempleo más altos de España, con tasas cercanas al 25% en algunas franjas de edad. La precariedad laboral, especialmente entre jóvenes, es la norma.
El Puerto de Algeciras, pese a ser el primero de España en tráfico de mercancías y uno de los mayores del Mediterráneo (más de 108 millones de toneladas en 2023), no ha generado una redistribución equitativa de la riqueza. A esto se suma un sistema de servicios públicos con déficits estructurales: educación, sanidad y transporte subfinanciados.
El resultado es una ciudadanía que se ha acostumbrado a ser señalada, pero no escuchada. De ahí que muchos de los juicios que se emiten sobre los algecireños no sean descripciones, sino proyecciones culturales.
Algeciras no es solo una ciudad del sur; es una frontera cultural, geográfica y simbólica. La cercanía con Gibraltar, la constante presencia de migraciones africanas y latinoamericanas, el contrabando histórico, la presión policial y la globalización comercial han configurado una identidad ambigua, híbrida, difícil de encajar en los discursos dominantes.
Las zonas liminales producen una subjetividad compleja, llena de contradicciones, pero también rica en matices. En estos espacios no se es ni una cosa ni otra; se es ambas. Esa es la fuerza y, también, la incomodidad que genera.
A menudo se olvida que figuras como Paco de Lucía surgieron de ese mismo crisol cultural. Su arte no nació del conservatorio, sino de la calle, del puerto, de la mezcla, del dolor cotidiano transformado en duende. Algeciras no solo ha generado talento: lo ha exportado al mundo sin esperar permiso ni aprobación.
La supuesta arrogancia local es, en realidad, una afirmación identitaria defensiva frente al desprecio
Algunos historiadores dicen que "nadie es solo lo que los demás dicen que es". Pero cuando los medios insisten en mostrar a Algeciras como una tierra de narcos, pateras y caos, y las instituciones no ofrecen alternativas narrativas, lo que queda es una imagen que contamina incluso a quienes la habitan.
La verdadera soberbia no está en los algecireños. Está en esa mirada centralista que impone su interpretación como la única posible. En esa expectativa de gratitud que se exige desde arriba, olvidando que una ciudad no puede agradecer lo que nunca ha recibido.
Algeciras no necesita que se le hable desde la condescendencia. Necesita inversión sostenida, políticas culturales inclusivas, estrategias educativas a largo plazo. Y, sobre todo, necesita que se le permita contar su propia historia, sin que esa narrativa sea corregida, censurada o ridiculizada desde la distancia.
Es hora de dejar de usar el sur como metáfora del atraso y empezar a comprenderlo como parte esencial del presente español. Porque, como bien sabemos, no hay peor violencia que la de reducir al otro a lo que uno cree que es.
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