Mitos del fin de un mundo

Argantonio, el hombre de plata

Argantonio, el hombre de plata.

Argantonio, el hombre de plata. / Enrique Martínez

Sindos es una ciudad griega de la periferia de Salónica. Separada de ella por el cauce del río Galicós, se encuentra rodeada de polígonos industriales y una cuidada cuadrícula de tierras de labor donde sobrevive un importante yacimiento arqueológico en el que se han excavado más de un centenar de tumbas rebosantes de ajuares funerarios. Entre cascos, armas, joyas, máscaras y vasijas ha sido rescatada una ostraca o trozo de cerámica que solía utilizarse para aprender a escribir o pintar. En esta pieza de barniz negro destaca un grafito donde se supone grabado el nombre de Argantonio con una disposición bastante peculiar de los grafemas, lo que mostró la relevancia de un individuo conocido en el otro confín del mar.

La persona que inspiró la ostraca tesalonicense responde a una figura real, aunque lo suficientemente velada por la trama del mito. El que había sido el monarca con el que Tartessos alcanzó sus momentos de máximo esplendor, riqueza, decisión e influencia ha llegado hasta hoy cubierto por una serie de capas legendarias que cubren su nombre, edad o incluso su propia condición. La etimología de su antropónimo responde a una composición del griego que sugiere su condición de hombre de plata, un caso de invención lingüística en el que interesan destacar las incalculables riquezas de su reino.

El imaginario colectivo ha asociado su figura a un monarca de proverbial longevidad, que llegó a ser cuantificada con la más que hiperbólica cifra de trescientos años. Otras fuentes más recatadas consideraron que vivió 120 y durante ocho décadas gobernó el antiguo reino del suroeste peninsular en el siglo VI a. C. Un lapso temporal tan amplio ha llegado a sugerir la posibilidad de que no se tratara de una única persona, sino de dos o tres monarcas diferentes que emplearon el mismo nombre o incluso de reinados distintos que acabaron contemplándose como uno solo con la inconstante verosimilitud que solo la memoria más o menos interesada puede recrear.

Aunque es el primer monarca histórico peninsular citado por fuentes de la antigüedad, tanto los textos de Anacreonte como los Heródoto aportan una información de lo más menguada sobre su persona. Además de su riqueza y longevidad, agrandadas por la perspectiva helena de sus referentes, poco más sabemos de él. Quizás por ello, ante la falta de una documentación más veraz y contrastada, se han querido ver rastros de su presencia en alguno de los escasos hallazgos que han visto la luz. Hace unas seis décadas, en unas excavaciones incentivadas por la Tharsis Sulphur and Cooper Company Limited en las onubenses minas homónimas se desenterró un altorrelieve de la Edad del Bronce Final tallado en piedra arenisca autóctona que reflejaba la cabeza de un venerable anciano con poblada barba, bigote y un encrespado cabello recogido por una diadema. Fue el arqueólogo Juan Mata Carriazo, quien especuló que la talla podría reflejar el rostro del maduro dirigente, debido a su incuestionable factura tartésica; por ello, la máscara de Tharsis ha pasado a conocerse como de Argantonio: una prueba más de la confusa superposición entre historia y mito que rodea al personaje.

Muchas referencias históricas del rey tartésico proceden de fuentes griegas y ponen de manifiesto las relaciones más que cordiales del monarca con las polis del otro extremo del Mediterráneo. Heródoto narra con la minuciosidad del historiador aplicado el muy referido episodio en el que los focenses entablaron contacto con el reino de Tartessos. Focea era la más septentrional de las ciudades jónicas de la costa de Asia Menor. Situada en el golfo de Esmirna, fue un enclave pionero en realizar travesías a través de un medio que fue temido, aunque necesario e imprescindible para el nacimiento de la cultura griega. Precursora de la talasocracia helena, la navegación focense inició los primeros periplos a través de un mar por aquel entonces aún lleno de incógnitas, amenazas y peligros.

Los focenses, a bordo de potentes navíos de cincuenta remos, se aventuraron a surcar las aguas del Adriático y del Tirreno, así como a alcanzar los confines occidentales del mar: las costas de Iberia y el reino de Tartessos. Cuentan las crónicas que en el 540 a. C. fueron muy bien recibidos por Argantonio, con quien establecieron unas sólidas relaciones que trascendieron lo meramente comercial. El hombre de plata supo valer su influencia y ofreció a los navegantes la posibilidad de que se establecieran en territorio peninsular. Gravemente amenazados por la expansión meda hacia las costas, los helenos no aceptaron la propuesta de Argantonio, aunque regresaron con las bodegas de sus embarcaciones repletas con más mil quinientos kilogramos de plata, con los que infructuosamente reforzaron la muralla de su ciudad.

Otro viaje narrado por Heródoto fue el de Colaios de Samos. También conoció al monarca tartésico con quien mantuvo más que beneficiosos negocios. Regresó a la isla espórada con tal estiba de riquezas que ofreció como presente al templo local de Hera una valiosa crátera argólica y la suma de seis talentos. Con posterioridad a esta expedición, Sóstrato de Egina se convirtió en el paradigma de comerciante griego de éxito, hasta el punto de que en el imaginario colectivo se convirtió en el individuo capaz de acumular las más desproporcionadas ganancias gracias a las relaciones comerciales establecidas con el Tartessos de Argantonio. Tampoco se quedó atrás el tirano de Sición, el cual ofreció en la XXXIII Olimpiada un trofeo de bronce de más de 13.000 kilos de metal tartésico al vencedor de la carrera de carros, todo un portento de mecenazgo y derroche deportivo.

Las hiperbólicas riquezas con las que las crónicas helenas vincularon al rey Argantonio tuvieron su origen en los yacimientos minerales de un territorio que inició la Edad de los Metales con las reservas repletas. El Hombre de Plata gobernaba un territorio atravesado por la Faja Pirítica Ibérica, donde se acumulaba la mayor concentración de sulfuros masivos polimetálicos en forma de pirita, calcopirita, blenda, galena y casiterita hasta conformar el lugar con mayor cantidad de reservas de cobre, hierro, plata, oro y estaño de todo el mundo conocido. A lo largo de Sierra Morena, se sucedían una serie de minas que conocieron extracciones sistemáticas desde el 3.000 a. C.

En época tartésica eran ya explotados enclaves como los de Tejada la Vieja, Aznalcóllar, las minas de Cala y Zufre, las emblemáticas de Tharsis y Riotinto, las del Cerro del Hierro, Fregenal de la Sierra, Jerez de los Caballeros, Almadén, Belalcázar, Fuenteovejuna, Cerro Muriano o las más apartadas de la Aliseda, Malpartida de Cáceres, Montánchez, Serradilla, Pedroso de Acim, San Cristóbal de Logrosán o Cástulo, donde Aníbal, tras desposarse con Himilce, hija del rey local Mucro, recibió como dote la propiedad y explotación de la mina de Palazuelos, a dos leguas de la actual Linares. En el Tartessos de Argantonio se controlaba tanto el proceso de extracción, como el metalúrgico de fusión y copelación. Así lo demuestran los hallazgos encontrados en centros mineros como Riotinto o de transformación, como Tejada. Los productos eran transportados sirviéndose de los cauces de los ríos y vías de comunicación como la de la Plata, cuya toponimia no resulta en absoluto baladí. Confluían en los paleoestuarios del Tinto, el Odiel, el Guadalquivir y el Guadalete. Desde allí eran embarcados para atravesar el Estrecho o eran conducidos a través de la antigua vía de la Trocha hasta la bahía de Algeciras, desde donde eran estibados a puertos orientales.

El comercio de los metales dio forma a una sociedad con un halo de desmedida opulencia, que ha llegado a simbolizar la edad mítica de un pueblo cuyas raíces de oro y plata han trascendido los antropónimos y los topónimos al uso. Las riquezas de Tartessos se han asociado a las de sus tesoros, tan reales como su mitificación a lo largo del tiempo. Las piezas de Baiao, Ébora, la Aliseda o el Carambolo han inspirado ensueños y relatos, en una suerte de realismo mágico que ha asociado los territorios del suroeste con un recreado, perdido e irrecuperable El Dorado al otro lado del estrecho de Gibraltar.

Con Tartessos parece que la leyenda le sigue ganando la partida a la historia.

Poco sabemos del lugar donde Argantonio estableció la capitalidad de un territorio lleno de espacios en blanco. Suponemos que habitó en una urbe donde la acrópolis y las murallas defendían el puerto y el emporium o mercado; sabemos que había otros núcleos urbanos con nombres que hoy apenas nos sugieren nada: Calate, cercana al Estrecho, Elibriga, Mainobosa, Molibdana o Ligustine. Se han encontrado restos tartésicos en yacimientos que necesitan profundos estudios como las Mesas de Asta, los Castillejos de Alcorrín, el Berrueco, el Cerro de las Madres, el del Ringo, el Monte de la Torre o la Silla del Papa. Otros, como los de Cancho Roano o el Turuñuelo están aportando una información que parece prolegómeno de lo que está por venir.

Poco sabemos de la lengua tartésica, una escritura paleohispánica aún sin descifrar con estructura de semisilabario, la más antigua de las existentes en la península y cuyas lagunas investigadoras dejan abiertas hipótesis como su conexión con la pintura esquemática de los abrigos neolíticos de la zona.

Poco sabemos de la súbita desaparición de una cultura tan rica y compleja. Tras la muerte de Argantonio, el velo de la sombra y el olvido cayó sobre Tartessos. Su sociedad es hoy un enigma; sus ciudades son hoy un enigma; su lengua es hoy un enigma; su decadencia también; su consumación un interrogante que adquiere ecos legendarios y tintes platónicos de atlántidas perdidas. El nombre del rey transcrito en ostracas es una palabra sugeridora de tópicos tan relucientes como la plata, aunque manoseados con la negligencia de las incógnitas y los enigmas sin resolver.

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