Diez años de esperas
La Audiencia es también la convivencia con abogados, funcionarios y agentes
Qué cosas: me piden que recuerde cosas de los diez primeros años de vida de la Audiencia y la verdad es que así, al pronto, lo que más recuerdo son las esperas.
Me pasé cuatro años o así haciendo la información de tribunales para este periódico y visité la Audiencia centenares de veces, pero creo que pasé más tiempo fuera de la sala, esperando, que dentro, en los juicios. Porque un abogado se retrasara, porque se estuviera fraguando una conformidad, porque el preso todavía no hubiera llegado desde Botafuegos, porque la vista fuera a puerta cerrada, porque andaban en pleno proceso de elección del jurado... El caso es que me he pasado mucho tiempo fuera, en las sillas de madera, aguardando el momento de pasar a la acción.
Que no se entienda como una queja, porque no lo es. En realidad, cuando uno le coge el tranquillo, la espera se hace llevadera y hasta entretenida. Da tiempo para empaparse a fondo el periódico del día -que ya procuraba recoger de la redacción antes de llegar, en previsión de lo que pudiera ocurrir- para envolverme en heterogéneas conversaciones con los simpáticos guardias civiles que vigilan el edificio, para trabar una sana amistad con gente como Alejandro, siempre aliado y nunca rival, para vacilar un poco con Abdul, al que al final siempre le daba el periódico como recompensa por su paciencia, para hablar del Algeciras y de la Balona con Alberto, para sondear a Mariló o Antonio en un intento de hacerme una idea de cómo iba a ir la jornada, o para cotillear con los abogados y los policías que más se prestaban a ello. A fuerza de vernos a diario, todos llegamos a formar parte del paisaje.
Allí fuera también pasé momentos desagradables, como el día en que un acusado me amenazó con rajarme o cosa parecida si tenía el valor -bueno, él dijo otra cosa- de escribir una letra en su contra. O como ese otro en que el hermano de un torero famoso y un amigo que le acompañaran me tildaron de muerto de hambre porque tenía que recurrir a la execrable tarea de escribir de juicios para ganarme la vida. Más de una vez, delante de un rostro retador que me preguntaba qué hacía yo allí, tentado estuve de responder que había ido únicamente a cobrar una factura.
También hubo bonitas anécdotas dentro de la sala, no se crean. Y me apetece acordarme sólo de las buenas, porque cada vez que me viene a la memoria que estuve a dos pasos de una pareja que asesinó a su bebé a base de palizas, me hierve la sangre. Por eso prefiero acudir a momentos más divertidos: el del acusado que se declaró "insoluble"; el del otro que, pese a llegar a una conformidad que rebajaba su pena de siete años a dos, le preguntó a Gutiérrez Luna, como si estuviera en un zoco, si no le podía "quitar un poquito más"; el del acusado que relató, como quien no quiere la cosa, que si utilizó un kalashnikov para defenderse de unos tipos que querían atacarle fue sólo porque se lo encontró debajo de un coche, como quien se encuentra un balón de fútbol; o el del nerviosísimo testigo que, cuando fue llamado a declarar, en vez de acercarse al estrado se dirigió a la puerta de la calle.
Me acuerdo de personas y circunstancias. De Juan Cisneros y de lo difícil que me resultaba escucharle, porque el hombre habla como para adentro y allí no había micrófonos. De Ufenast y Maza, que lograban una conformidad en un palmo de terreno. Del verbo fácil de Beamud y Lázaro. De la épica que solía echarle Enrique Muñoz. Y de los jueces, claro, porque a ellos siempre los tenía enfrente. Cuando, ya con el tiempo, me convertí en parte del decorado, no reparaban en mi presencia entre vista y vista y entonces pude comprobar que, cuando se relajaban, eran tan normales y corrientes que ni se notaban las togas y las puñetas.
Y me acuerdo, naturalmente, de cuando volvía a la redacción a dar el parte del día. A veces de forma rutinaria, cuando la cosa había sido anodina. Otras entusiasmado, porque el día había dado de sí. Ese recuerdo me lleva invariablemente a pensar en alguien que ya no está con nosotros, un tipo que, por haber estudiado Derecho o por lo que fuera, era el que mejor entendía el lenguaje retorcido del gremio, que por desgracia se me terminó pegando. Un tipo que se llamaba José Luis Tobalina y que, aunque nunca trabajó en la Audiencia, es, al final, la persona que más asocio con esas cuatro paredes. Termino como empecé: qué cosas.
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