Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

Ministerio (religioso) de cultura

La ideología del ministerio cultural ha de tener como límite su sentido ecuménico y entusiasta

Raymond Aron lo definió como alguien “un tercio genial, un tercio falso y un tercio incomprensible”. Las virtudes de Malraux, su genialidad vital y literaria, parecían vinculadas a sus propios defectos, como si sin esa dosis de oscuridad y mentira, su talento radical no hubiera podido darse. Producto de su creatividad intrépida fue, de hecho, una de las obras más perdurables de su biografía, ejecutada no cómo escritor o audaz viajero, sino como Ministro de Cultura del General de Gaulle. Fue Malraux quien dio origen y forma a eso que llamamos Estado Cultural, un concepto que sitúa a todo responsable de esa cartera, frente cuestiones tan inasibles como ¿qué es cultura? o ¿cuál es la cultura de Francia? La forma terrenal de dar respuesta a estos interrogantes es lo que llamamos una política cultural. Lo censurable, no obstante, y esta fue la lección de escritor francés, es que, en ese trance político, pierda su dimensión singular, es decir, la religiosa, que deje de ser un ministerio creyente, secularizado por la lógica de la facción.

El gran amigo de Malraux en la Guerra de España fue José Bergamín, a la postre también una de las personas más determinantes en su vida. Acostumbrado al juego del lenguaje, al hablar de arte, Bergamín apelaba al término “ministerio” en su primigenio sentido católico; como servicio que un creyente realiza de acuerdo con una misión superior. Esa influencia bergaminiana asoma cuando, para definir la cultura, alude Malraux, en su famosa frase, a la herencia de la nobleza del mundo (...) a todo lo que hay dentro de nosotros que escapa a la muerte. Sobre esta frase, para Malraux, la cultura Francesa no podría ser la de una nación para sí misma, sino para todos los hombres. La ideología del ministerio cultural tendría como límite, por lo tanto, su sentido ecuménico y entusiasta. No ser, en definitiva, un ministerio contra nadie, clerical o puritano, sino a la búsqueda interminable de un común sentido. Desde esa bonhomía esencial se entiende lo siguiente. Bergamín vivió el París del 68, gracias a Malraux, auspiciado como escritor, en su exilio, por la República francesa. En coherencia con su temperamento revolucionario, participó Don Pepe con fruición y furia de aquellos fastos contra el propio poder que le daba pensión y fonda. Un día, tras el almuerzo que ambos amigos solían tener una vez por semana, Malraux ofreció a Bergamín su chófer para llevarle de vuelta a casa. Ya dentro del vehículo, el conductor le dijo al escritor: me dice el Ministro que le pregunte al señor en qué barricada quiere que le dejen hoy.

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