Lenin

Es imposible no ver que su lucha por la emancipación abrió el camino a otra forma de servidumbre

Pese a su nombre, que los presentaba como integrantes de la mayoría, los bolcheviques eran minoritarios en el conjunto de los grupos políticos que pugnaban por el poder en la Rusia de 1917, después de la revolución de febrero que acabó con la tiranía del zar e instauró una efímera república parlamentaria. Fueron el genio, la audacia y el carisma de Lenin, sumados a su talento para la propaganda y a una incuestionable habilidad táctica, los que llevaron a una facción hasta entonces poco relevante a reclamar y conseguir, al menos nominalmente, todo el poder para los sóviets, de acuerdo con una exitosa consigna que tendría difusión internacional. Como señaló la historiadora Hélène Carrère d’Encause, cuya biografía sobre Lenin acaba de ser reeditada con ocasión del centenario de su muerte, mientras el ascendiente del comunismo como sistema político puede calificarse de residual, el mito del dirigente sigue vivo y no sólo en el imaginario de las izquierdas, pues ya en su tiempo los contrarrevolucionarios o poco después los fascistas admiraron el modo vertiginoso e impecablemente totalitario en que llevó a cabo la conquista del Estado, acuñación que dio título a las revistas de Curzio Malaparte y Ramiro Ledesma. Ya en vida, su figura adquirió contornos mesiánicos, pero lo que sigue fascinando a los radicales de todo pelaje es la forma en que una minoría urbana, sin representación en amplias zonas de un país inmenso, se impuso a fuerzas muy superiores en número. La muerte de Lenin, sólo un año largo después del nacimiento formal de la URSS, lo exime de los crímenes perpetrados durante la odiosa era de Stalin, pero está bien documentada su defensa del terror sistemático, que ya había sido institucionalizado por los jacobinos en la madre de todas las revoluciones y tuvo en la Rusia zarista –cuya famosa policía secreta, la Ojrana, ejercía la represión con implacable eficacia– un antecedente directo para la actuación de los comisarios políticos y su siniestra red de checas y campos de castigo. También se debe a Lenin la idea del partido como vanguardia sometida a una férrea disciplina, siempre dispuesta a purgar las desviaciones. De hecho el leninismo, pese a los farragosos empeños de todos los exegetas que han analizado sus aportaciones al ideario de Carlos Marx, es más una praxis que un corpus doctrinal, y esa praxis, aunque siga seduciendo a toda clase de iluminados, tiene muy poco que ver con la democracia. Modelo de caudillos, Lenin fue sin duda un gran líder y una figura fundamental del siglo pasado, pero se hace imposible no ver que su legendaria lucha por la emancipación abrió el camino a otra forma de servidumbre.

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