Lectura como bella arte

La lectura no es el último recurso contra el aburrimiento, como dicen las campañas, sino algo mucho más profundo

Hablé a unos jóvenes de mi aversión profunda a promocionar los libros en esas campañas de animación a la lectura como el último recurso contra el aburrimiento. La gente lo interioriza y más pereza aún que aburrirse le da parecer que se aburre. Entonces huyen de leer como de la peste.

La lectura es algo mucho más profundo que un entretenimiento. Como poco, como quería Quevedo, una conversación con los difuntos, a los que se escucha con los ojos. Pero quien no lo ve, si tiene buen corazón, si te ve con un libro, se apresura a darte conversación, para rescatarte de la inminente depresión. Cuando estás con el móvil, en cambio, nadie te hace preguntitas piadosas.

Algo así le pasó a Cioran cuando trabajaba en un instituto. Estaba leyendo en el bar y se le acercó un empático profesor de educación física para entretenerlo e integrarlo. El rumano se revolvió y le dijo al gimnasta que ¡cómo se atrevía! Que estaba leyendo a Shakespeare y que quién era él para interrumpir de ese modo tan grosero al Bardo. Quitando el mal genio, es la actitud.

Como esto pasa mucho, una chica especialmente guapa, me preguntó preocupada qué podía hacer ella para desembarazarse de esas continuas interrupciones. Yo, boomer al fin y al cabo, caí en el piropo. En su caso las interrupciones –dije– no eran sólo por lo de la lectura. ¿Perpetré un micromachismo macroestético? El cargo de conciencia de haber cometido un delito de lesa antiposmodernidad, me impidió seguir el hilo lógico.

Que es el que sigue: un libro, sobre todo si es bueno, multiplica el atractivo de la portadora o incluso del portador. Parece impensable que yo hubiese ligado alguna vez sin el encanto irradiador de los mejores títulos. Es el más atractivo de los complementos, mucho más que un bolso o un reloj carísimo.

¿Por qué? Como todos los complementos: por lo que dice de la persona que lo porta. Esa lectora es capaz de conversación (hasta con los difuntos), vive libre de la esclavitud tecnológica, muestra interés más allá de sí misma, tiene conciencia de la densidad del tiempo, etc. Y como no va mirando, permite cierta contemplación demorada.

Si fuera en nuestro poder tornar hermosa la cara corporal –dice Jorge Manrique–, “qué diligencia tan viva” gastaríamos. Pues mejor que cualquier cirugía o cualquier crema, es llevar un libro y leerlo. Sólo conozco un cosmético superior: estar uno alegre; y, generalmente, los buenos lectores lo estamos.

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