Un contenido salvaje y atroz

Está aún por medir el daño que el acceso fácil al porno hace en nuestros infantes

Hay días en los que las noticias te ponen en un flagrante fuera de juego existencial. Tiremos a la grande y repitamos las palabras de Jesús: “Mi reino no es de este mundo”. Pero qué va: lo es, y por narices. La magia vertiginosa y totalizante de la tecnología digital va mucho más allá de la llamada “obsolescencia programada”: no es que las ventanillas eléctricas de tu coche dejen de funcionar a los seis años desde que lo compraste y el embrague tenga quince mil pisadas como máximo, no. Se trata de la muerte a pellizcos, un sinvivir, la tiranía de la actualización no nos da tregua; a veces quisiéramos imitar a Henry David Thoureau, que escribió dos años de su vida a solas y aislado junto al lago Walden, que da título a su icónico ensayo, Walden. La vida en el bosqu3, 1854. Uno diría que sólo los indigentes y los monjes y monjas de clausura prescinden del móvil, y tengo mis dudas sobre si esas personas apartadas del mundo normal carecen del artefacto que nos pastorea y controla y obsesiona, el teléfono. Los que reniegan de la conexión universal bien pueden tener un teléfono Bic –como el boli, a 19 euros– para epatar al personal dándose de rebelde, pero en un bolsillo junto al corazón llevan el smartphone oculto: un tierno postureo. Aquí ya no se escapa ni Houdini. No sólo mutan sin cesar ni dar tregua las relaciones sociales –valga la redundancia–, o nuestro acceso a la información masiva y la consiguiente superficialidad en el conocimiento que llegamos a tener sobre las cosas y los asuntos: quien mucho abarca, poco aprieta. No sólo eso. Sucede también que cambian las patologías, en concreto aquellas que son mentales e intangibles, invisibles pero con gran capacidad de destrucción individual y colectiva. Hablamos de dependencia del usuario, pero también síndromes mentales que se van tipificando entre los trabajadores de las empresas señeras del ramo (las mayores empresas del mundo en capitalización bursátil hoy).

La noticia es de esta semana, podríamos titularla así: “Culpan a una subcontrata de Facebook e Instagram por los trastornos de un “filtrador” de contenidos”. No imputa a Zuckerberg, ni mucho menos: el juez enfoca en una proveedora catalana de Meta, la corporación de Cambridge (Massachusetts). CCC Barcelona Digital Services hace el trabajo sucio de “moderación”, como eliminar las groserías literarias o visuales, las impertinencias políticamente incorrectas para el emporio Zuckerberg, las menciones feas y hasta barbaridades que los francotiradores en pijama o en metro sueltan en esas plataformas. Según la sentencia del juzgado de los Social número 28 de Barcelona, estas empresas de moderación de contenidos podrían ser responsables de las secuelas mentales que padecen sus empleados, que son consideradas accidente laboral: “El estresor laboral es el desencadenante único e indubitado” de la psicosis de un trabajador de filtrado de 26 años, asignado al grupo encargado de cribar el contenido “más salvaje”: automutilaciones, decapitaciones de civiles asesinados por grupos terroristas, torturas, violaciones con víctimas de cualquier edad, suicidios. Según informa La Vanguardia, los informes médicos constatan que el joven sufre ataques de pánico, aislamiento en su domicilio, rumiaciones hipocondriformes (obsesiones que no cesan, según creo entender), dificultades para tragar, sobresaltos en pleno sueño y tanatofobia, o sea, intenso miedo a la muerte propia o ajena. Es evidente que el joven no está dotado para ser forense y hacer autopsias. El caso es que lo que pulula por internet nos puede acabar volviendo majaretas. Terminemos recordando que una de las grandes lacras del prodigio de internet es el consumo de porno de toda índole por parte de tiernos infantes. Ese daño está por medir, pero sin duda es inmenso, como lo es internet.

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