El rigor de Georges Braque
El Guggenheim reivindica con una muestra los hallazgos del iniciador del cubismo, ensombrecido por la relevancia que alcanzaría su amigo Picasso
Eterno segundón, pocas veces se recuerdan las aportaciones de Georges Braque (Argenteuil-sur-Seine, 1882 - Varengeville, 1963) al cubismo. Suele tenerse a Las señoritas de Avignon como punto de arranque de esta renovación, la más radical del arte moderno. Pero el cuadro quedó en el estudio de Picasso, a resguardo de miradas indiscretas, mientras Braque sí mostró sus obras. Fueron sus paisajes expuestos en 1908 los que motivaron la ironía de un crítico conservador, Vauxcelles, que en esos cuadros, dijo, no veía más que cubos, propiciando así el nombre del movimiento.
Braque y Picasso, en 1907, cuando se conocieron e iniciaron su larga amistad, ya compartían un mismo empeño: mostrar que los valores espaciales y constructivos de Cézanne eran decisivos aun para apreciar su renovación en el color. La opinión rival era la de Matisse. Braque había explorado en 1906 las propuestas fauvistas pero la firmeza constructiva de sus cuadros -así se advierte en la muestra del Guggenheim de Bilbao, que finalizará el 21 de septiembre- hace pensar que no se encontraba cómodo en ese camino.
Los paisajes de L'Estaque -de los que se burló Vauxcelles- señalan este cambio y desde esa fecha, 1908, Picasso y Braque, Braque y Picasso, trabajarán como alpinistas de la misma cordada (decía Braque): exploran las posibilidades de la nueva pintura y las llevan al lienzo. Hubo diferencias. Al principio Picasso construía unificando diversos elementos y Braque, como se ve en El gran desnudo, parte de un elemento central desde el que organiza el resto. Más tarde, Picasso destaca algunas partes del lienzo y establece tensiones entre ellas, mientras Braque es sobre todo un pintor analítico que con exquisita puesta de pintura desmembra objetos y espacios con singular rigor.
Por lo demás, Braque fue el iniciador de ciertos recursos cubistas: ideó la forma piramidal que aseguraba la presencia de un cuerpo, destacándola de su entorno pero sin separarla de él; fue el primero en usar letras de molde superpuestas al cuadro, el primero en llevar al lienzo recursos del pintor decorador -imitación de la madera o el mármol- y en pegar sobre él papeles de color, para suavizar la severidad de los tonos grises del cubismo sin recurrir al uso ilusionista del color. Tuvo pues la osadía del precursor aunque, dicen muchos comentaristas, el desarrollo amplio y audaz de esas ideas hay que anotarlo en el haber de Picasso.
La exposición da cumplida cuenta de estos hallazgos de Braque pero sobre todo hace pensar que su decidido trazo y su sensibilidad para el matiz los anima una mantenida reflexión sobre la pintura. Cuando hacia 1920 la pintura europea, en la llamada vuelta al orden, además de enfriar la expresión, intenta regresar a la descripción y a la historia, Braque insiste ciertamente en la construcción pero a partir, no de la geometría, sino de la capacidad del dibujo y la pintura para dar vida completa al papel o el lienzo. Así puede verse en sus Canéforas, clásicas no por sus rasgos sino por su monumentalidad y por el modo en que definen el cuadro, y más tarde en los grabados de la carpeta dedicada a la Teogonía de Hesíodo.
Es cierto que en esta última obra hay ecos surrealistas pero también en este terreno la búsqueda de Braque, más que dirigirse a rastrear mitos o fábulas, indaga cómo el deseo puede dinamizar la forma misma de la pintura. El vértigo de las metamorfosis que promueve el deseo se traduce en ritmos y quiebras del cuadro, como ocurre en Naturaleza muerta con mantel rojo, o en las inquietantes figuras de Dúo, demediadas entre la luz y la sombra.
Esta reflexión sobre las posibilidades poéticas de la pintura como pintura, al margen de figuras o historias, aparece también en los años más difíciles que vivió el pintor, los de la ocupación nazi. Así lo sugieren dos lienzos, Hombre con guitarra y Hombre con caballete: dos figuras de espaldas, sin rostro y ensimismadas en un arte quizá imposible.
Los años de la posguerra no interrumpen su prolongada reflexión. Billar y Billar bajo la lámpara parecen hacer visible el tiempo, sus alternativas y expectativas, presentes en el juego, idea que quizá reitere la presencia de la paleta en los cuadros dedicados al estudio del pintor. Una reflexión también, aunque diferente, es la que destilan los trabajos sobre pájaros: aquí el problema es la relación entre color plano y ritmo, y los espacios así generados. Finalmente será el color el objeto de una nueva reflexión: unos pequeños paisajes, casi abstractos y muy cargados de materia muestran que el color es la verdadera luz del cuadro.
La muestra ofrece pues materiales para una semblanza artística de un autor al que la crítica francesa quiso a veces redimir de su injusto papel de segundón convirtiéndolo en símbolo del clasicismo francés. No era necesario. El principal valor de Braque es posiblemente el rigor con el que pensó la pintura. Algo mucho más valioso que cualquier oropel nacionalista.
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