Cultura

Los días de frontera

  • En su colección de clásicos, Universal edita 'Si no amaneciera', filme de Leisen con guión de Brackett y Wilder

Si las secuelas de la Segunda Guerra Mundial situaron al cine clásico en el horizonte de la utopía, pues casi siempre la ruidosa realidad se entrometía entonces en sus parábolas fundacionales y en su mitología democrática, legalista y heterosexual, antes de este terremoto de la inocencia las escrituras manieristas -que luego se afilarían mucho más- ya señalaban al reverso del sueño, diseminando índices que alentaban lecturas oblicuas a las historias con final feliz y ponían al descubierto el entramado de representaciones que seducían con aplastante naturalidad. Y aunque estemos seguros de que este cine denso y sofisticado no llamaba la atención en estos términos al aficionado que entraba en una sala a olvidar por un par de horas los sinsabores del día a día, es indudable que lo que llena de júbilo al cinéfilo moderno y contemporáneo que echa la vista atrás y se topa con estas rarezas es un exceso que no sale a la luz tras una sesuda operación analítica, sino que se muestra con absoluta normalidad.

Así, Si no amaneciera es, desde el principio, un filme explícitamente autorreflexivo e irónico, en tanto pende de palabras muy retorcidas, del relato de un muerto en vida que necesita cambiarlas por dinero. Se trata de un hombre que se cuela en los estudios de la Paramount para contactar con un viejo conocido, un director de cine al que quiere vender su historia por 500 dólares. Es decir, Charles Boyer entra en el estudio y le cuenta a Mitchell Leisen, en una pausa del rodaje de I wanted wings, el guión de la película que vamos a ver en una sucesión de flashbacks que nos llevan a la frontera entre México y EEUU, un pueblecito donde la gente, cuando no se ahorca en la habitación del motel Esperanza, aguarda el papel o el subterfugio que aproxime al país de las oportunidades. Con la maquinaria del cine puesta al descubierto, es algo más difícil soñar una fábula de amor y redención como la que sucede ante nuestros ojos, mucho más cuando regresemos a ese presente desesperado y se escenifique la coda final que desconocía el protagonista de la historia y que ahora le sirve, para él en exclusiva, la fábrica de sueños. No es éste un cine de rupturas traumáticas, pero sí de irónicas sinuosidades que buscan una complicidad distinta con el espectador.

Podríamos resumir Si no amaneciera como el encuentro entre el hombre de Brackett y Wilder (guionistas del filme, cerrando la apabullante trilogía que completan Midnight y Arise, my love) y la mujer de Leisen, a saber, del hombre del disfraz y la máscara con la mujer de los redaños y el amor insobornable. Es lo que ocurre cuando el taimado gigolo Iscovescu (Boyer) trame casarse con la cándida maestra Emmy Brown (De Havilland) para saltarse los ocho años de espera a los que le obligan las cuotas de inmigrantes por ser rumano. El plan, inspirado en el de su amante Anita (Goddard; algo así como la mujer según Brackett y Wilder), se vendrá inesperadamente abajo tras un viaje revelador (que en cierta medida anticipa los de Rossellini, Viaje en Italia, y Naruse, Meshi) en el que nace el amor y la no menos significativa actitud de Emmy cuando arrostre el engaño y busque la muerte. Así, tras la seducción manierista (las falsas palabras de Iscovescu en el hotel oscuro como la sala de un cine, llena de niños dormidos) llegará el ritual de la palabra cargada de sentido propia del cine clásico (ésa que repite el gigolo al oído de su amada en otra sala con escasa luz y silenciosa como un templo).

Director Mitchell Leisen. Con Charles Boyer, Paulette Goddard, Olivia de Havilland, Rosemary DeCamp, Curt Bois. Universal.

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