Manuel Ríos San Martín. Escritor

“Vivimos de espaldas a los animales. Una hormiga ya nos escandaliza”

Manuel Ríos San Martín (Madrid, 1965), fotografiado la semana pasada en Sevilla.

Manuel Ríos San Martín (Madrid, 1965), fotografiado la semana pasada en Sevilla. / Juan Carlos Muñoz

Elena, una trabajadora del parque zoológico de Valencia, asiste aterrorizada al disparo que acaba con la vida de Blanca, un precioso ejemplar de elefanta albina. Así arranca El olor del miedo (Planeta), el nuevo libro de Manuel Ríos San Martín, una ficción con la que su autor renueva los códigos de la novela negra trasladando la acción al mundo animal.

–Uno de los personajes, al entrar en el zoológico, se queja de que en los documentales los animales “no huelen”.

–Sí, cuando visitamos un zoológico nos damos cuenta de que los animales huelen, y que hacen sus necesidades [ríe] y que hay que recogerlas. Que cuidar animales no es sólo verlos y decir lo bonitos que son, que llevan mucha tarea. Estamos muy lejos del mundo animal. Las ciudades son como grandes zoos humanos donde no tenemos contacto con la naturaleza, donde vemos una hormiga y nos escandalizamos, como si tuviéramos leones en casa.

–En el libro se dice que el maltrato animal tiene “dos años como máximo” de pena, que según el Código Penal “a los animales no se les asesina, sólo a las personas”.

–A ver, también es lógico que no tenga la misma condena matar a un animal que matar a un ser humano… Creo que con la antigua Ley Animal eran 18 meses, me parece que ahora ha subido algo. Pero en la novela matan a una elefanta, que es una muerte muy espectacular, y lo hacen delante de los niños, y ante algo tan brutal las penas parecen poca cosa… A mí me resulta muy novedoso de este libro lo de poner a un policía de toda la vida como JP a investigar un crimen en el que el asesinado es un animal. En la novela policiaca el lector tiene ya algunos detalles preestablecidos, pero, sinceramente, creo que esto era nuevo. Esto rompe los esquemas.

–La novela recoge también el “eterno debate” sobre los zoológicos. Están los que defienden su existencia y los que se oponen.

–A mí no me gusta cuando los temas se plantean con dos opciones únicamente, y esas posibilidades son sí o no. La gente que rechaza los zoológicos no entra en el debate, y yo considero que lo interesante es el debate. Propuestas como las de Valencia o Fuengirola no responden a la idea que nosotros tenemos del tema. Por un lado los animales no se capturan en libertad para traerlos, vienen de otros zoos en peores condiciones, los elefantes muchas veces proceden de circos, los monos de gente que los ha cogido de manera ilegal en África… Y estos proyectos tienen además programas educativos magníficos. A mí me gustan los animales porque los vi de pequeño en zoológicos, aunque eran zoológicos muy malos. Cuanto mejor estén los animales, mejor, de eso no hay duda. Pero hay otra historia interesante, y es que estos zoológicos, que pertenecen a una red europea, tienen la obligación de colaborar con las especies en origen. En Valencia los chimpancés que tienen pertenecen a una subespecie en peligro de extinción. Colaboran con la Fundación Goodall, en Senegal, en una iniciativa muy bonita que ayuda también a las mujeres y trabaja en cultivos y en la conservación del bosque. Al final la realidad es compleja. Puede que te preguntes por si el animal debería estar ahí, pero el conjunto en general, al menos es lo que yo pienso, compensa.

–Entonces, ¿el parque de Valencia que describe en la novela existe?

–Sí, existe. Conviví unos días con los cuidadores y, por ejemplo, el espacio por el que se mueven las jirafas es, de grande, como el Benito Villamarín, o como el Ramón Sánchez Pizjuán [ríe]. Los elefantes tienen a su alrededor unos árboles gigantes, un lago en el que se bañan y juegan. No son los parques que veíamos de niños. No te parece que los animales estén tristes.

"Por los vídeos de internet los animales nos parecen encantadores, pero hay crueldad en la naturaleza”

–Los elefantes viven intensamente el duelo.

–Ese fue uno de los motivos por los que los escogí para la trama, porque los elefantes tienen una relación particular con la muerte. Cuando uno de los miembros de la familia fallece se pasan dos o tres días al lado del cadáver, oliéndolo, haciéndose a la idea. Y en las migraciones, si se encuentran con la calavera de uno de ellos se vuelven a parar.

–Los delfines, sin embargo, no salen tan bien parados en el libro...

–[ríe] Pensamos que los animales hacen cosas buenas todo el rato, porque vemos vídeos en internet donde un delfín salva a un perro y nos decimos que los animales son mucho más nobles y encantadores y mejores que las personas. Pero es verdad que algunos delfines jóvenes, machos, raptan a las hembras de otros grupos y las violan. Igual que los leones matan a veces a sus crías para que la hembra se ponga en celo. Y atención que las cebras, que creemos que son más mansas, hacen lo mismo. Estamos acostumbrados a contarnos la parte más tierna de los animales, pero lo cierto es que la naturaleza es cruel.

El olor del miedo describe cómo han cambiado los safaris.

–La parte de documentación de la novela pasó por hablar con cazadores. Yo no soy cazador, no me gusta la caza, pero para la novela tenía que investigar y debía saber. Alguien que conoce el tema me contó que antes los grandes cazadores de elefantes eran tipos aventureros, que se iban a cazar cuarenta días y se enfrentaban a todos los peligros del mundo. A un compañero le arrancó la cabeza un elefante, a otro se lo come un león. Hoy es otra cosa. Ese hombre cuenta también que a los americanos les importa que haya teléfono satélite y que les pongan un león delante para que disparen. Ahora falta el riesgo de antes, hoy consiste en que te coloquen un animal para fusilarlo, prácticamente.

–Otro de los asuntos que se trata en la novela es la necesidad de transmitir los genes, el tener descendencia como un modo de morir menos...

–Si uno observa la evolución de la vida desde que aparece en la Tierra hace, según dicen, 3.800 millones de años, desde siempre lo que ha caracterizado a los animales, las plantas y lo que han hecho todos los seres vivos es reproducirse para que esas especies no desaparecieran. De una manera natural, no con una voluntad intelectual. Ahora hemos llegado a un momento en el que el ser humano se detiene y se plantea ese tema, se da cuenta de que no es obligatorio. Es la única vez en la historia del mundo en que una especie debate ante la cuestión, con libertad, hay gente que quiere seguir transmitiendo los genes y otra que no tiene intención de perpetuarse. Podríamos decir que esa libertad es lo que nos hace humanos.

"Sentimos amor por los animales, pero hay poco rigor. Rodríguez de la Fuente era la pasión y el conocimiento”

–Le dedica el libro a Félix Rodríguez de la Fuente, algo casi inevitable.

–Cuando yo era pequeño, mi madre no me leía cuentos infantiles, me leía las enciclopedias de fauna de Félix Rodríguez de la Fuente. Todavía las tengo en casa, las conservo, y desde entonces me fascinan no las mascotas sino los animales salvajes, la incógnita de qué hay de nosotros en ellos. Rodríguez de la Fuente tenía algo estupendo, una combinación de pasión y de conocimiento científico. Porque hoy tenemos mucho amor por los animales, pero poco rigor.

–En la novela revela que los policías veteranos llaman pepinillo al novato.

–Me gusta que la terminología tenga, sin abusar, detalles de cómo se expresan ellos, cómo se llaman unos a otros. Yo busco personajes humanos, no quería que el policía fuera el policía, sino una persona que en ese momento está investigando, pero que aparte tiene una vida, una manera de ser, unas inquietudes, unas dudas, unas debilidades. Todo eso influye en la historia: no es lo mismo que tú sigas unas pesquisas con problemas personales que sin ellos.

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