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Tribuna de opinión
Este martes se cumplen cincuenta años desde mi llegada al Campo de Gibraltar, concretamente el 30 de diciembre de 1975. Aquel día marcó el inicio de una etapa decisiva en mi vida profesional y personal.
Durante la década siguiente, mi vinculación con la zona fue intermitente hasta que el 30 de diciembre de 1985 se produjo mi asentamiento definitivo. Ese día me incorporé a Sea-Land, una compañía que había llegado a Algeciras el mismo año en que yo me establecí en la ciudad. Con este paso cerraba una etapa de casi quince años de navegación.
La mayor parte de mi vida marítima transcurrió enrolado en buques petroleros de grandes multinacionales. Primero en compañías extranjeras y, más tarde, en una empresa con base en Escombreras. Aquella experiencia me permitió navegar desde Anchorage hasta Auckland, desde Kagoshima hasta San Francisco, y cruzar en múltiples ocasiones los canales de Suez y Panamá. Sin embargo, nunca recalé en la refinería local ni mis rutas tuvieron como destino el puerto de Algeciras. Era como si el destino evitara ese encuentro, hasta que en 1985 el rumbo cambió por completo.
Ese año marcó mi entrada definitiva en el sector del contenedor y la logística, abriendo una nueva etapa profesional. Hasta entonces, mi contacto con el transporte de contenedores se había limitado a los últimos tres años de navegación en la ya extinta Tramasur, una naviera de origen local que operaba dos buques ro-ro dedicados principalmente al tráfico entre Algeciras y las Islas Canarias.
Desde mi incorporación a Sea-Land fui testigo directo de la evolución del puerto de Algeciras. En realidad, mi relación con el puerto había comenzado en 1982, durante mi última singladura con Tramasur. Pero fue la entrada en la multinacional americana la que me abrió de forma plena las puertas del mundo del contenedor y la logística. Posteriormente continué mi desarrollo profesional en Maersk, que adquirió Sea-Land en diciembre de 1999.
Desde 1985 hasta hoy he tenido la oportunidad de observar de primera mano la transformación del Campo de Gibraltar, con especial atención al Puerto Bahía de Algeciras. El desarrollo experimentado ha sido innegable, aunque no exento de dificultades.
En demasiadas ocasiones, la evolución del puerto y de la comarca ha parecido condicionada por decisiones externas que han limitado su capacidad para desplegar plenamente su potencial estratégico
Ese crecimiento, sin embargo, ha estado acompañado de obstáculos persistentes que han impedido que el avance fuera tan sólido como cabría esperar. En demasiadas ocasiones, la evolución del puerto y de la comarca ha parecido condicionada por decisiones externas que han limitado su capacidad para desplegar plenamente su potencial estratégico.
El resultado es un desarrollo irregular, con avances notables en el ámbito marítimo, pero con importantes carencias en tierra. Las oportunidades generadas por el puerto no siempre han revertido en el territorio con la intensidad y continuidad que su relevancia justificaría.
Durante décadas, el Puerto de la Bahía de Algeciras ha sido presentado como uno de los grandes éxitos del sistema portuario español. Y lo es, pero fundamentalmente en la mar. En tierra, la historia es bastante menos brillante: un cúmulo de promesas incumplidas, presupuestos reprogramados y prioridades cambiantes han dejado al principal puerto del sur de Europa conectado por infraestructuras claramente insuficientes para su papel estratégico.
El contraste resulta cada vez más evidente. Mientras las terminales portuarias han crecido, se han modernizado y han atraído a los principales operadores internacionales, el ferrocarril, los accesos viarios, las zonas logísticas e incluso la existencia de un fondeadero exterior continúan siendo asignaturas pendientes tras medio siglo de diagnósticos reiterados.
La línea ferroviaria Algeciras–Bobadilla resume como pocas esta situación. Único enlace del puerto con el interior peninsular y con Europa, de vía única, sigue sin electrificación completa en 2025. Desde los años noventa, distintos gobiernos han anunciado su modernización. Ministros de distinto signo —de José Borrell a Ana Pastor, de José Luis Ábalos a Óscar Puente— han reiterado su carácter estratégico y han puesto sobre la mesa cifras muy significativas. El resultado, sin embargo, es inapelable: obras parciales, avances lentos y ningún salto cualitativo que permita hablar de un corredor ferroviario competitivo.
Esta carencia no es menor. Condena al puerto a una dependencia excesiva del transporte por carretera, encarece los costes logísticos y lo sitúa en clara desventaja frente a otros grandes hubs europeos. Resulta difícil sostener un discurso creíble de descarbonización mientras miles de camiones siguen siendo la principal vía de salida de las mercancías.
Los accesos viarios tampoco han seguido el ritmo del crecimiento portuario. Las actuaciones realizadas han sido puntuales y reactivas, siempre por detrás del incremento del tráfico pesado. La congestión y el impacto sobre la movilidad urbana se han normalizado, como si fueran un peaje inevitable del éxito portuario y no la consecuencia directa de una planificación insuficiente.
A estas deficiencias se suma otra, menos visible pero igualmente estratégica: la ausencia de un fondeadero exterior plenamente desarrollado. En una de las zonas de mayor tráfico marítimo del mundo, la Bahía de Algeciras carece aún de una solución estructural que ordene las esperas y determinadas operaciones auxiliares, incrementando la presión sobre un espacio ya saturado.
Y, quizá lo más grave, el puerto continúa sin un hinterland logístico a la altura de su actividad. Las zonas de El Fresno y Guadarranque, concebidas hace años para captar valor añadido, atraer industria y diversificar la economía del Campo de Gibraltar, permanecen infrautilizadas. Sin ellas, Algeciras mueve contenedores, pero el empleo cualificado y la transformación logística se generan en otros territorios.
La comparación europea resulta incómoda. Puertos como Rotterdam o Amberes entendieron hace décadas que el éxito portuario exige una inversión pública sostenida en ferrocarril, logística y territorio. En España, Valencia y Barcelona avanzan —con dificultades, pero con resultados— en corredores ferroviarios y zonas logísticas operativas. Algeciras, en cambio, sigue esperando.
Lo que falta no es planificación ni conocimiento técnico, sino voluntad política para ejecutar lo que ya está decidido
Nada de esto es desconocido. El diagnóstico se repite desde hace décadas con una precisión casi obscena. Lo que falta no es planificación ni conocimiento técnico, sino voluntad política para ejecutar lo que ya está decidido. El éxito del puerto ha funcionado durante demasiado tiempo como coartada para justificar la inacción en tierra.
El problema ya no es crecer más, sino no caer. Un puerto del siglo XXI no puede sostenerse indefinidamente con infraestructuras del siglo XIX sin pagar un precio estratégico. Cada año que se aplazan las inversiones pendientes se erosiona su competitividad, se debilita su papel en las cadenas logísticas y se desperdicia una ventaja geográfica irrepetible.
Algeciras alberga hoy un gigante marítimo con pies de barro. Seguir posponiendo las decisiones necesarias no es una cuestión técnica ni presupuestaria: es una elección política. Y esa elección dice mucho sobre el lugar que España está dispuesta a ocupar —o a abandonar— en la logística europea y global del siglo XXI.
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