Estampas de la Historia del Campo de Gibraltar

Epidemias de fiebre amarilla y cólera en el Campo de Gibraltar entre 1803 y 1885

  • Las dos enfermedades provocaron miles de muertos favorecidas por la crisis de subsistencia, la deficiente sanidad y el sistema de agua potable

El hacinamiento de la población de Gibraltar fue una de las causas de la expansión de la epidemia en la ciudad y en la zona en la primera mitad del siglo XIX.

El hacinamiento de la población de Gibraltar fue una de las causas de la expansión de la epidemia en la ciudad y en la zona en la primera mitad del siglo XIX. / E.S.

Durante la primera mitad del siglo XIX la población del Campo de Gibraltar se mantuvo estancada a causa, principalmente, de la epidemia de fiebre amarilla que azotó los pueblos de la comarca. Esta enfermedad, que procedía de países cálidos, era transmitida por el mosquito denominado aedes aegiptus, alcanzando su máxima incidencia en los meses de verano.

Las condiciones climáticas y edafológicas del Campo de Gibraltar favorecían el desarrollo de este insecto, que requería un medio con aguas estancadas (zonas pantanosas en los cursos bajos de los ríos Palmones y Pícaro, lagunas de La Janda y de Torreguadiaro); aunque, en condiciones favorables, era suficiente un charco o un pequeño recipiente con agua para que se desarrollaran las larvas de estos mosquitos.

Esta enfermedad presentaba un breve período de transmisión. Teniendo en cuenta que la mayor parte de los desplazamientos de la población en esa época se hacía a caballo o a pie, esa circunstancia dificultaba la expansión de la epidemia. Eran las ciudades portuarias y sus entornos los lugares más expuestos a sufrir la epidemia.

Sin embargo, otras causas vinieron a favorecer la propagación de la enfermedad en la comarca, entre ellas las crisis de subsistencia detectadas a principios del siglo XIX en la zona (en Algeciras en 1807 y 1810, según se recoge en las Actas Capitulares de esos años, hubo hambrunas que afectaron, sobre todo, a las clases bajas) y la deficiente infraestructura sanitaria. Así mismo, el abastecimiento de agua potable de los pueblos de la comarca se hacía por medio de fuentes, de dudosa salubridad, o de pozos, a veces contaminados por la cercanía de pozos negros.

En Algeciras no se solucionó este problema hasta que en 1783 se inauguró el acueducto llamado Los Arcos. El consumo de alimentos en malas condiciones lo sufrían, sobre todo, las clases más pobres y con menor poder adquisitivo, que eran las más afectadas por la enfermedad. El 17 de abril de 1815 el Ayuntamiento de Algeciras acordó que “para remediar el mal que producen las harinas de nuestros molinos, a veces en malas condiciones, se hace saber a los molineros que han de reparar en el término de un mes las piedras morenas llamadas de Guadalquitón y ponerlas blancas. Para ello pasará una comisión del Ayuntamiento”.

Todas las circunstancias descritas eran las que, de una u otra manera, provocaban una gran incidencia de las epidemias en el Campo de Gibraltar. Los viajeros de la época detectaron la gravedad del problema que alcanzaba, en mayor medida por el hacinamiento de la población, a la colonia inglesa de Gibraltar. Algunos dejaron constancia de ello en las relaciones de sus viajes. Así, Richard Ford escribió, en el año 1830, acerca de Gibraltar que “sus casas son poco adecuadas al clima… En lo que se refiere a la decoración interna, las alfombras y cortinajes al estilo inglés no hacen más que almacenar polvo y parásitos”.

A principios de siglo, la citada epidemia de fiebre amarilla se extendió por el Campo de Gibraltar, provocando 5.000 muertes entre agosto de 1803 y enero de 1807 según el sanroqueño Francisco María Montero. También se conoce la incidencia del mal en la villa de Jimena, que contaba, en esa fecha con 7.500 habitantes, donde comenzó el 27 de octubre y acabó el 30 de diciembre de 1803, habiendo ocasionado 50 muertes, 29 de ellas hombres y 21 mujeres. Esta letal enfermedad se relacionó con el tráfico de esclavos, y algo había de cierto en ello, pues, varios años más tarde, el 14 de abril de 1818, el Ayuntamiento de Algeciras recordaba a los vecinos el contenido de la Real Cédula de fecha 15 de febrero, por la cual se ordenaba “guardar y cumplir, por motivos de salud, el tratado inserto en ella con el Reino Unido para la abolición del tráfico de esclavos negros en la comarca”. Durante los períodos de tiempo que duró la enfermedad, se prohibió la arribada al puerto de Algeciras de buques de cualquier clase y procedencia.

En 1813 apareció un nuevo brote de la epidemia, aunque en esta ocasión sus efectos fueron menos terribles, quizá debido a la diligencia con que actuaron las autoridades locales y regionales. Así, don Eugenio Portocarrero, Presidente de la Real Chancillería de Granada, dictó un bando con una serie de normas y prevenciones destinadas a lograr preservar la provincia a su cargo de la epidemia. Entre otras órdenes cursó la de “prohibir toda comunicación por mar y tierra con la plaza de Gibraltar, obligar a permanecer en observación durante cuarenta días a todo buque que procediera del puerto de la colonia británica y redoblar la vigilancia para evitar el tráfico de contrabando entre Gibraltar y la comarca colindante”. Gracias a las medidas acordadas por las autoridades este brote no tuvo en el Campo de Gibraltar la misma incidencia que otros anteriores. Sin embargo, tan solo en el año 1813 fallecieron como consecuencia de haber contraído el mal, 1.300 personas “de todas las clases” y, en el año siguiente, mató a otras 250.

La fiebre amarilla volvió a afectar a la comarca en 1817,1821 y 1828, según los informes conservados en el Archivo Histórico Nacional, en las Secciones Osuna y Consejos. El último brote mencionado tuvo especial incidencia en la ciudad de Gibraltar, como relata Francisco María Montero: “En el verano de 1828 volvió la cruel epidemia a afligir a Gibraltar -refiere el historiador- sin que las medidas higiénicas adoptadas por el Gobernador, ni los médicos españoles y franceses que vinieron de fuera como conocedores del mal, consiguieran disminuir sus estragos, que fueron grande en todas las clases de la población. Mucha parte de ella se salió fuera de las murallas, albergándose en casas de madera o barracas construidas frente a las huertas y también se acampó toda la tropa que no era necesaria en la plaza, en las faldas del monte. Por fin llegó el invierno y la enfermedad aflojó hasta extinguirse completamente”. En el citado año de 1828 las víctimas habidas en todo el Campo de Gibraltar fueron 1.800. A partir de octubre la enfermedad fue remitiendo, desapareciendo totalmente algunos meses más tarde.

El Servicio de Sanidad instalado en el puerto de Algeciras prohibía el desembarco de pasajeros y mercancías de los buques fondeados en la rada que llegaban de otros puertos extranjeros o españoles o los provenientes de Gibraltar, como ya se ha referido. En 1807 el escritor francés François René Chateaubriand se vio obligado a esperar varios días, retenido en la goleta en la que había arribado, para poder desembarcar en Algeciras, pues las autoridades de Sanidad del puerto habían sometido el barco a cuarentena a causa de la epidemia de fiebre amarilla. Años más tarde se construyó un Lazareto en la playa de Getares para depositar las mercancías y animales en cuarentena el tiempo que dictaminara el Servicio de Sanidad del puerto.

Gibraltar representaba el principal foco en el proceso de transmisión de la epidemia de todo el sur de la Península. Su intenso tráfico marítimo y comercial y su particular disposición urbanística y el hacinamiento de la población la convertían en un enclave con predisposición a acunar y exportar las epidemias. El viajero británico Henry Inglis, que arribó a la colonia en 1830, señalaba que “las casas (de Gibraltar) están fabricadas para la latitud de Inglaterra en vez de la latitud de África. No hacen falta comentarios. Lo cierto es que cuando las epidemias hacen acto de presencia en Gibraltar su avance es imparable. Aquí no hay patios, ni fuentes, ni galerías abiertas para permitir la libre circulación del aire como en Sevilla”.

Todavía en 1840 el Ayuntamiento de Algeciras intentaba, de alguna manera, prevenir las epidemias ordenando que se arrojara “media arroba de cal viva a cada cadáver, distribuida en la cabeza, pecho y vientre” para evitar la aparición de enfermedades (Libro de Actas Capitulares, enero de 1840).

Una nueva epidemia, en esta ocasión de cólera morbo, azotó a los pueblos de la comarca a mediados del siglo XIX. En Castellar, quizás por el aislamiento de la población, sus moradores sufrieron con menor intensidad la enfermedad según el Acta Capitular levantada el 4 de noviembre de 1854, en la que se recoge que “siendo los más pobres los más propensos a ser atacados de la enfermedad por las comidas poco alimenticias de que se sustentan, sin embargo, la Divina Providencia está tratando con gran misericordia a este pueblo”. En Algeciras, la irrupción del cólera morbo se declaró oficialmente el 2 de septiembre de 1854, teniendo el Ayuntamiento que combatirlo con todos los medios a su alcance. Un mes después, la enfermedad había remitido. En 1859 nuevamente se extendió por la comarca el temido cólera. En Algeciras adquirió una especial virulencia en esta ocasión debido a la presencia de tropas para la Guerra de África y a la llegada de numerosos heridos que eran traídos, desde Ceuta, para ser atendidos en el Hospital Militar. Para enterrar a los numerosos fallecidos hubo que excavar una gran fosa común en la zona conocida luego como Cementerio del Cólera, situado cerca de la actual barriada San José Artesano.

Aún volvería a aparecer el cólera en la comarca a finales del siglo XIX.

El 28 de septiembre de 1885 el Ayuntamiento de La Línea declaraba que la ciudad estaba paralizada y su comercio inactivo a causa de la epidemia de cólera morbo asiático, llegada desde Gibraltar, que estaba alcanzando proporciones aterradoras, según lo recogido en el Libro de Actas Capitulares de esos años. Ese rebrote de la epidemia de cólera también afectó a la población de Algeciras, como refiere Manuel Pérez-Petinto, aunque no llegó a tener la gravedad del que sufrió veintiséis años antes.

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