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Algeciras/En Algeciras, la cultura es como ese amigo brillante al que todos admiran pero nadie invita a casa. Aparece de vez en cuando, se luce, deslumbra, levanta pasiones —y luego se va— dejando tras de sí un rastro de admiración y melancolía. Ocurrió, por ejemplo, el sábado pasado, cuando Antonio Romera Chipi regresó a su tierra para ofrecer en el Teatro Florida su monólogo musical El bar nuestro de cada día. Las entradas volaron. El teatro, lleno. Medio millar de personas riendo, aplaudiendo, vibrando. Un milagro efímero que duró lo que dura un espectáculo: un par de horas y un suspiro.
A la salida, alrededor de las once y media, aquellas 500 almas, aún con la emoción en los párpados, salieron al frescor de la noche en busca de un bar donde seguir la fiesta, celebrar la vida, honrar ese brindis colectivo al que el propio Chipi había invitado desde el escenario. Pero apenas hubo bares. O los hubo, pero cerrados. O con la cocina más fría que la piedra de la calle. Y así, mientras el eco de las carcajadas se disipaba por la calle Juan Morrison, muchos se fueron a casa sin cenar, con el estómago vacío y la certeza de que lo vivido había sido tan intenso como inútil para el ecosistema urbano que lo rodeaba.
Y es ahí dónde empieza esta historia. Porque lo ocurrido esa noche fue una excepción que, de haber sido prevista, habría encendido los fogones de media Villa Vieja. Pero casi nadie la previó, porque nadie espera ya nada del Florida. Nadie excepto los que aún creemos que un teatro puede ser mucho más que un edificio con butacas: puede ser una fábrica de pan, de ideas, de convivencia, de economía, de belleza. Puede ser —como decía Chipi con humor bíblico— el bar nuestro de cada día. Pero para eso, claro, hace falta algo más que un artista: hace falta una política cultural y no sólo de programación.
El Teatro Florida, que se cae a pedazos como un decorado del Berlanga más oscuro, está en manos del Ayuntamiento. Su gestión, por llamarla de alguna forma, parece salida de una novela de Kafka traducida por un concejal que no va al teatro. Y sin embargo, el otro día se demostró lo obvio: si se apuesta de verdad, la gente responde. Llena la sala, consume en el barrio (el de La Caridad), da sentido al espacio público. Porque un teatro lleno arrastra consigo un mundo: padres con niños, grupos de amigos, parejas que luego buscan cena, copa, conversación. Y eso, además de ingresos, genera seguridad. No es lo mismo una calle con 500 personas buscando albóndigas que otra con tres borrachos y dos sombras.
Pero esto, que en otras ciudades es axioma, aquí parece ciencia ficción. O nostalgia. Porque si uno rebobina un poco, recordará lo que fue la Fundación José Luis Cano en los años 90: un hervidero cultural instalado en el corazón mismo de la historia algecireña, en el antiguo Hospital de la Caridad, donde ahora está el museo. Allí nació una manera nueva de entender la cultura: abierta, autónoma, transversal. Un milagro cívico impulsado por personas como Ernesto Delgado Lobato y Antonio López Bedmar, que viajaron por España recogiendo ideas buenas y trajeron de vuelta una semilla. La sembraron, brotó, dio frutos. Y luego, como pasa con todo lo que no se defiende, se secó.
Aquellos días —lo juro— los niños hacían teatro por la tarde y sus padres tomaban café en el barrio. Se vendían partituras, pinceles, blocs de dibujo. El arte tiraba del comercio, la cultura generaba empleo, el talento tenía un sitio al que acudir. Y después, cuando tocaba exhibir lo aprendido, el Florida se llenaba. Era un ciclo perfecto, como el de la lluvia y la cosecha. Hasta que alguien decidió que eso no valía la pena, que no era rentable, que bastaba con abrir el museo solo de mañana y trasladar la Fundación a las traseras de Capitán Ontañón. Y así, como quien apaga una lámpara para ahorrar, dejamos el barrio en tinieblas.
Lo de Chipi el otro día fue una luz. Una posibilidad. Una advertencia. Una pregunta que late con fuerza: ¿Por qué no puede ser siempre así? ¿Por qué no tenemos una Fundación viva, un teatro útil, una política cultural con nervio y ambición? ¿Por qué no aspirar a llenar las calles de cultura en vez de dejar que la noche se llene de miedo?
Tal vez porque eso implicaría gobernar pensando en el bien común, pero aquí seguimos a oscuras, incluso cuando sube el telón.
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