Toros

Juan Ortega y Ginés Marín descerrajan la puerta grande de la plaza de toros de Santander

Juan Ortega y Ginés Marín salen por la puerta grande la plaza de Santander.

Juan Ortega y Ginés Marín salen por la puerta grande la plaza de Santander. / EFE

Un manso desperezó la tarde y un bravo le dio sello de trascendencia. La primera mitad de la corrida cayó sepultada bajo una lápida de olvido. Una hora y cuarenta minutos de sopor, aliviado por la brisa norteña que se refresca en el mar Cantábrico. Tan cercano a la plaza.

El bravo de referencia fue el quinto, un toro de El Puerto de San Lorenzo que volcó la entrega que anidaba en sus 580 kilos de peso -el techo de la corrida- en el capote y muleta de Juan Ortega. Que lo cató de entrada, pronto y en la mano, con aterciopeladas verónicas de pierna flexionada, sin enmendarse. El sevillano lo llevó al paso al caballo, galleando por garbosas chicuelinas.

La conjunción con Langosto fue total. Dos trincherazos acompasaron los corazones de Cuatro Caminos. Que empezaron a ralentizar su latir al compás, cada vez más lento, con que toreaba Ortega. La muleta, en su derecha, gobernaba sedosa una embestida de clase extra. Soñada. Desprendía aquello un aroma monolítico de torería.

Se ralentizaba el volteo de los pitones en pos de los flecos de la franela. O Juan Ortega, el temple por enseña, era quien obraba el prodigio de que el noble bruto espesara en el tiempo su entrega total. Santander paladeaba el toreo caro, eterno, al ralentí. A izquierdas descendía la calidad de la obra. Hasta que dos naturales levantaron bramidos de admiración. El molinete, pase accesorio y bullanguero, se elevaba a la categoría de muletazo escultórico en la versión orteguiana. Como coda oportunísima, doblones por bajo de profundidad máxima, antes de la estocada desprendida. La plaza estuvo a la altura y desató una petición en tromba que desembocó en las dos orejas. Tras lo descrito, Ginés Marín salió espoleado en el sexto. El triunfo como necesidad.

El sol declinaba sumiendo a la plaza en la sombra total. Bajo el último resquicio de luz en el tercio del tendido 6, se postró de rodillas. De hinojos terminó enredando a Maestrillo -de La Ventana del Puerto- en redondo. Ya en pie, el pase del desprecio, mayestático, mirando a la gente. El buen ritmo del toro encontró en Ginés la voluntad para ligar las embestidas. Esta fue la virtud sobresaliente de la faena: la unión de los redondos en tandas frondosas. Quizás no con la templanza ideal. Quizás con un toreo al natural no tan rotundo como en sus mejores tardes. Pero con la virtud de hacer lo imposible por no quedar atrás en la foto de la salida a hombros.

El trazo de los muletazos, eso sí, era marca de la casa, con gran profundidad. Las bernadinas de escalofrío terminaron de elevar el clímax. Que explosionó con la grandiosa estocada -precedida de un pinchazo-. Arrancó con rectitud de vela y propinó un soberano puñetazo allí donde muere el morrillo. Espectacular la muerte del burel, que cayó patas arriba. Probablemente, la estocada de la Feria, hasta el momento. Por sí solo, el espadazo valía un trofeo. El palco concedió dos, aupando a Ginés -junto a Juan Ortega-, en hombros por la puerta grande.

La otra oreja del total de cinco que se cortaron, fue para Alejandro Talavante. Que se encontró con uno de El Puerto de San Lorenzo que, en los primeros tercios, traía aire de toro de corraleja colombiana, de puro abanto y corretón. Se escupió de los caballos, las acorazadas de picar que apenas lo sangraron. El tercio de banderillas transcurrió con inusitada ligereza. En chiqueros estacionó aquel deambular loco. Talavante comenzó allí la faena de muleta, que terminó en el punto diametralmente opuesto de la plaza. Entre la obertura con molinetes para alegrar al personal y la estocada final, sólo en una serie a derechas aplicó la lidia conveniente: dejar la muleta puesta en la cara, taparle las puertas de salida al toro. Que fue uno de esos mansos que sirven.

Aparte de esta gran ronda diestra, el resto fue un abundar en muletazos en línea. Sin amarrar aquel huir. Tras el espadazo, el palco presidencial aquilató el mérito de lo hecho y sentenció no atender la fuerte demanda del doble trofeo. La primera mitad de la tarde, que se la trague el olvido.

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