Napátrida | Crítica

Escuela de resistencia

  • Periférica publica el sugerente libro que Erri de Luca dedicó a su ciudad natal, un Nápoles muy distinto del que aparece en las evocaciones históricas o las guías viaje

Erri de Luca (Nápoles, 1950).

Erri de Luca (Nápoles, 1950).

La trayectoria de Erri de Luca, hoy un autor muy celebrado y traducido, es inseparable de sus orígenes humildes, de los años de militancia izquierdista en Lotta Continua, de la dedicación a trabajos manuales de subsistencia, pero del mismo modo que no responde al patrón del agitador convencional –además de ser un apasionado de la montaña, ha dedicado su tiempo al estudio autodidacta de lenguas antiguas y modernas, o a traducir varios libros de la Biblia–, tampoco su discurso oscila, como ocurre a menudo, entre el desencanto y la nostalgia. Ya en su tardía primera novela, Aquí no, ahora no (1989), De Luca había recreado el Nápoles de su niñez, al que muchos años después, en 2006, dedicó un hermoso libro donde describía la ciudad y su relación con ella de un modo muy distinto al que conocemos por las evocaciones históricas o las guías de viaje. La cubierta de la edición de Periférica reproduce el famoso fresco de la primavera de Villa Arianna, en la antigua ciudad de Estabia, al sur de Pompeya, asociado a la imagen ideal de aquella tierra milenaria, pero el tono y el contenido del recuento rehúyen los esplendores del pasado para abordar, en fragmentos, una mínima autobiografía.

Desde que abandonó su ciudad natal, De Luca no ha vuelto a echar raíces en ninguna parte

De Luca dejó su ciudad natal a los dieciocho años, "tras una infancia soportada como una cuarentena". Era 1968 y su descripción del momento, al comienzo del texto que abre la recopilación y da título al volumen, avanza que no porque abandonara Nápoles iba a dejar de tenerla presente: "Mientras me alejaba, la ciudad se me iba metiendo bajo la piel como esos anzuelos de pesca que, una vez que entran por las heridas, viajan por el cuerpo, inextirpables". Aunque la separación, nos dice, es siempre una deserción, y nunca ha vuelto a echar raíces en ninguna parte, puede definirse como napátrida –en italiano napòlide–, neologismo válido para caracterizar a "alguien que se ha raspado del cuerpo sus orígenes para entregarse al mundo". Ese mundo, entonces, tenía los contornos de Roma, donde el joven De Luca asiste en primera línea a los disturbios universitarios en los que "pronto aprendería a correr, a respirar gases lacrimógenos, a desempedrar el adoquinado, a conservar la calma en medio del tumulto", acogido a la ilusión generacional de vivir el "día uno de una ciudad nueva".

Nápoles otorga a los suyos fortaleza, aprendida de la capacidad para sobrevivir en el caos

Su visión de Nápoles es muy precisa en cuanto a la reconstrucción de los olores, por ejemplo, o de la densidad de un flujo humano –"la preciosa mezcla de la promiscuidad"– que obliga al contacto permanente. La ciudad, su "vida apestada e invencible", le adiestró los sentidos y le dio como un fondo de resistencia, una íntima rebeldía, para afrontar las asperezas venideras. "Nunca maternal ni indulgente", Nápoles otorga a los suyos esa fortaleza, aprendida de la capacidad para sobrevivir en el caos, que el autor ejemplifica a través de la analogía de su cuerpo castigado por el trabajo físico con el de la ciudad sometida a mil fatigas. Cuando vuelve a ella para participar como albañil en la reconstrucción posterior al terremoto de 1980, especialmente devastador en la región de Campania, De Luca se considera un "extranjero de paso", pero también cree reencontrar su geografía de origen "en otras carnes y alfabetos", en Jerusalén o en Mostar: "Creo que solamente cuando se disfraza soy capaz de reconocerla".

La mirada escéptica y desmitificadora no deja de reflejar, pese a todo, un vínculo profundo

Las impresiones recogidas en Napátrida, un texto espléndido, sobrio y a la vez dotado de un raro lirismo, se complementan con las recogidas en otros más breves y circunstanciales, que como el anterior no transmiten añoranza sino un íntimo sentimiento de pertenencia. Recuerdos escolares o vinculados a experiencias teatrales, una lectura crítica de las páginas que le dedicaron a la ciudad ilustres visitantes como Conrad o Jünger, un elogio de los relatos orales –"tuve la suerte de escuchar, de pertenecer a un tiempo todavía hablado"– transmitidos de boca en boca, estampas de la Liberación y de la miseria de la posguerra, apuntes sobre la omnipresente presencia del Vesubio –"un faro plantado en el sistema nervioso"– que los naturales intuyen incluso desde el interior de sus casas, el impacto del fútbol cuando el Napule juega en casa o la religiosidad popular expresada en la milagrosa sangre de San Genaro, comparecen en páginas que amplían o abundan en el autorretrato. Particularmente sugerentes son Muelle de Mergellina, donde el muchacho que fue desafía los vientos y el oleaje en los días de tormenta, aprendiendo el "arte de desnortarse", y el último del libro, Pasta, donde un hombre "entrado en años" prepara la cena en la cocina, un plato de espagueti que come solo, el día de Navidad. En todos ellos late una mirada escéptica y desmitificadora que no deja de reflejar, pese a todo y desde la distancia, un vínculo profundo.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios