La tribuna

El precio de la libertad se llama libertad

El precio de la libertad se llama libertad
José Antonio González Alcantud - Catedrático De Antropología

Una parte de las nuevas generaciones y otra de las antiguas parecen querer olvidar lo que significa la libertad. El equívoco y la mentira descarada circulan por el mundo sin pudor alguno. Lo virtual ha desplazado a la realidad real. El disparate tiene innumerables ejemplos, desde los bolsonaristas esperando la llegada de una voz celestial con los móviles encima de sus cabezas, hasta el jefe de uno de los Estados más poderosos del mundo pervirtiendo el asesinato de uno de los suyos a manos de otro de los suyos, en un crimen de sus enemigos. La verdad ha muerto, y corre el peligro de arrastrar en su caída a la libertad, el bien más preciado, en particular de Europa, continente que tantos jirones de sí mismo ha dejado en la historia por alcanzarla.

Por vía aleccionadora: 11 de septiembre de 1975 –yo había olvidado la fecha que me la recordó Antonio María Claret, amigo de la vieja guardia socialista–, día en que fui detenido por la policía política franquista a la salida de la llamada Librería del Pueblo, que regía el primer socialista de la Transición granadina, Juan Sainz Guerra. ¿El delito? Organizar protestas contra los últimos fusilamientos del dictador. Se trataba de cinco jóvenes de mi misma edad entonces –unos adolescentes 19 años–, juzgados en consejo de guerra sin garantías procesales algunas. Yo tuve que darles la noticia de la ejecución sumaria, oída por la noche en Radio París en un pequeño transistor que teníamos oculto, el 28 de septiembre a sus compañeros, en el patio de la prisión de Granada. Apretaron los labios y se les humedecieron los ojos. Nos observaban, desconfiados, los carceleros desde sus garitas.

Vía de ejemplo segundo: Un lugar indeterminado de la carretera de Andalucía, en la primavera de 1979. El dictador había fallecido casi cuatro años antes, pero el franquismo aún existía, y se resistía a caer. Yo hacía el servicio militar en la infausta División Acorazada Brunete –la misma que intentaría el golpe de estado de 1981–. Un grupo de soldados habíamos sido enviados a un puesto aislado. Proveníamos de un regimiento donde habían concentrado a los díscolos, incluido a algún oficial de la Unión Militar Democrática, que llegué a conocer. A la caída de la tarde los mandos del puesto ya estaban borrachos. Nos acostamos en nuestros camastros. Cosa de la media noche o la madrugada, unos disparos en el techo nos despertaron. Hicieron formar al destacamento, y como si fuese un juego macabro, aquellos sargentos y brigadas de reenganche, de grosera incultura, comenzaron a apuntarnos con sus subfusiles y a increparnos, llamándonos reiteradamente “rojos”. El más bruto, tambaleándose, haciendo evidente su ebriedad, vociferaba que nos iban a fusilar y que nadie encontraría nuestros cadáveres. No llegaron a apretar el gatillo, como habían hecho en el dormitorio, pero estoy seguro que si lo hubiesen apretado el tema hubiera quedado oculto como un caso Almería más, de aquella Transición tan complicada. O mejor, aún: que nos habíamos suicidado. Al amanecer los disparos en el techo estaban allí. Aún me asalta el pánico al recordarlo.

Los jóvenes, que no han conocido una dictadura, y algunos maduros, que piensan que correr delante de los grises era una diversión, deben saber que el precio de la libertad de la que gozamos, por primera vez en nuestra historia, de manera continuada, desde hace medio siglo –¡medio siglo!– debiera ya ser un camino sin retorno, gobierne quien gobierne.

La libertad, concepto impreciso, pero real, que sólo se puede valorar cuando se carece de ella, es una de las conquistas más bellas de la Humanidad. La emancipación de los esclavos y de los siervos, las libertades públicas de expresión y opinión, las conquistas técnicas que la han amplificado por los avances en la comunicación, etc. vislumbran la posibilidad presente y futura de un mundo más justo. ¿Qué ha de aportarnos la clausura de la libertad? Nada, oscuridad, tinieblas y miedo. Un poco de sensatez, pues, y que la libertad perdure tras la experiencia de aquel 1975, de ingrata memoria.

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