Cuando erigieron la torre del Fraile, Algeciras era solo un recuerdo. Habían pasado más de dos siglos de su sistemática destrucción y, por aquel entonces, algunas familias vivían al amparo de los vestigios de la antigua ciudad dual, cuyos medievales sillares acabaron formando parte de nuevos muros y chozos. Las huertas y los molinos que jalonaban el río de la Miel atraían a una población que se había acostumbrado a vivir entre desmembradas ruinas e intimidantes orillas.

A finales del siglo XVI, Felipe II diseñó un organizado sistema de defensa de las márgenes del estrecho, amenazadas por recurrentes velas negras que ponían en riesgo la seguridad y el paso de mercancías a través del canal, objetivo de la piratería berberisca. Con este fin, encargó a Luis Bravo de Laguna y a Juan Pedro Livadote el diseño y la construcción de una serie de torres costeras. Fueron relevantes las levantadas entre Tarifa y Gibraltar: la de la isla de las Palomas, la de Guadalmesí, la del Fraile, la de Punta Carnero y, ya en la bahía, la de Entrerríos y la del Rocadillo. Se construyeron en el último tercio del siglo y sirvieron para poner en contacto las guarniciones y para defender lugares estratégicos, desembocaduras de ríos o lugares de aguadas. La torre del Fraile se levantó en una elevación cercana a la punta homónima, a un paso del semicírculo blanco y turquesa de cala Arena. Desde su altiva pose se divisaba desde el Peñón a la isla de Tarifa y sirvió de nexo entre las cercanas atalayas de Guadalmesí y punta Carnero. Durante siglos, su sólida estructura cuadrangular sirvió para que desde su cubierta se vigilara el tráfico frente a la costa. Desde allí, los cuerpos de guardia avisaban de cualquier comprometedora presencia. En el XVIII sirvieron como destacados hitos junto a los que se levantaron ilustradas estructuras defensivas como los fuertes de san Diego, el Tolmo o punta Carnero. Esta función se mantuvo hasta que el control del estrecho fue cubierto por regulares rondas de inspección entre verticales garitas y blancas casas cuartel. Hoy en día, la vigilancia de tan estratégico enclave la realizan sofisticados sistemas digitales que han dejado obsoletas las antiguas atalayas, que se han venido conservando gracias a su incuestionable valor histórico. Una buena parte de las que jalonaban nuestras costas se han mantenido íntegras, menos la torre del Fraile. Rodeada de un denso monte bajo de palmitos, lentisco y aulagas, su difícil acceso no ha impedido recientes y amenazadores derrumbes. El abandono de siglos pone en riesgo su propia existencia y nuevas campañas, como la desarrollada en change.org, intentan concienciar de la necesidad de su urgente restauración por parte de los poderes públicos a los que tanto sirvió. No podemos consentir que acabe por los suelos una enhiesta atalaya que se levantó cuando la ciudad, hoy pujante y activa, era solo un recuerdo rodeado de ruinas y vestigios.

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