Racismo inconsciente

Padecemos un racismo inconsciente que, paradójicamente, sale a la luz cuando ofrecemos una de nuestras mejores caras: la de la solidaridad

La devastación que vive el pueblo ucraniano es coetánea a la que sufren otros pueblos del mundo ya de manera crónica, como un tumor contagioso que se reinicia una y otra vez y que no muere con el muerto. A las niñas afganas se les coarta la libertad negándoles el acceso a la educación y van camino de volver a adoptar el papel de sometidas bajo el régimen talibán, el Sahel acaba de ser víctima de una de las peores matanzas de la región, los hospitales del Líbano luchan contra la enfermedad y los constantes cortes de luz operando a contrarreloj…

Al tratar este tema corre uno el riesgo de que lo tachen de demagogo, porque en nuestra sociedad se ha instaurado ya una política de desmerecer aquello que no nos afecte de manera directa a nuestro monótono día a día. El ciudadano solo se da cuenta de que algo grave está pasando a su alrededor cuando ve que el contador de litros de gasolina sube menos de lo normal o que el paquete de tabaco le cuesta hoy 15 céntimos más que hace dos meses.

¿Que las consecuencias de la invasión a Ucrania son perjudiciales para Europa? Sí. ¿Que lo serán aún más? Es muy posible. ¿Que todos los países deben centrar gran parte de los esfuerzos en ayudar y acoger a los civiles ucranios? Por supuesto, como asunto de estado. ¿Que, dentro de su enorme desgracia, estos han tenido la suerte de nacer rubios y con los ojos claros? No puede cabernos la menor duda. El ejemplo más claro y extremo lo tenemos en la posición que ha adoptado Polonia: ahora es el gran brazo amigo de Ucrania cuando hace siete años dio un portazo en la cara a los sirios.

En nuestro caso, España, país de peregrinación y asentamientos de decenas de culturas a lo largo de la historia, es, por lo general, un lugar de acogimiento y oportunidades. España, por lo general, no es un país de “negro de mierda” o de mirar por encima del hombro al moro. Tampoco de agolpamientos de musulmanes en guetos a la francesa. En cambio, como nuestros vecinos, sí padecemos un racismo inconsciente que, paradójicamente, sale a la luz cuando ofrecemos una de nuestras mejores caras: la de la solidaridad.

Hace algo más de un mes, el Congreso fue testigo de una de las declaraciones más aberrantes de los últimos años. Abascal defendía que los ucranianos sí son refugiados y que “cualquiera puede entender la diferencia entre esos flujos y las invasiones de jóvenes varones de origen musulmán en edad militar que se han lanzado contra las fronteras de Europa”. El primer impacto de sus palabras es de vergüenza absoluta, pero, si lo analizamos detenidamente, nos topamos con una incongruencia establecida: no es así como la mayoría pensamos, pero sí como, en realidad, actuamos.

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