De entre todos los rituales propios de la Iglesia Católica, el que más expectación concita entre creyentes -e incluso agnósticos- es, con diferencia, la recreación anual de la Pasión de Cristo (Semana Santa). La razón del éxito de este suceso bíblico hay que buscarla en que se trata de un relato perfecto: En un corto espacio de tiempo, Cristo es apresado, torturado, vilipendiado y crucificado y, a pesar de ello, en un espectacular giro final de guion, la historia termina de manera gozosa con la resurrección del protagonista.

Una parte del dramatismo de la narración hay que concedérsela a la presencia de los villanos que tratan de boicotear la misión de Jesús. Anás y Caifás los sumos sacerdotes judíos que lo acusaron de blasfemia; Herodes Antipas responsable de la ejecución de Juan el Bautista; Judas Iscariote el apóstol que lo traicionó y por encima de ellos, Poncio Pilatos el prefecto romano al que todos hacen responsable de la muerte de Cristo. A tal punto llega su consideración de "malo de la película" que se le señala como causante de los quebrantos de Jesucristo en una de las más conocidas oraciones cristianas, el Credo: "…y padeció bajo el poder de Poncio Pilatos". Al modo de Wilson, el pistolero encarnado por Jack Palance en Raíces profundas (probablemente el mejor villano de la historia del cine), Pilatos se utiliza como el contrapunto perfecto para engrandecer la biografía del Salvador. Sin embargo, una lectura atenta de los Evangelios desvela que el gobernador romano antes que maldad lo que tuvo fue desidia. Hace dos mil años Judea era una provincia en los límites del Imperio Romano (hoy se diría "en el culo del mundo"). Lejos de las comodidades de su añorada villa romana en el Monte Palatino, a Pilatos le importunaba sobremanera tener que hacer de juez en las confusas disputas religiosas de aquellos bárbaros.

Quienes de verdad odiaban a Jesús eran los judíos y estos, amenazándole con una revuelta popular, forzaron a Pilatos a resolverles el problema. A pesar de no entender nada del críptico lenguaje de Jesús, no halló en él delito alguno e intentó liberarlo recurriendo a la costumbre de soltar un preso por Pascua. No obstante, los judíos eligieron soltar a un acreditado asesino, Barrabás, no quedándole a Pilatos otra opción que torturar a Jesús y presentarlo ante la gente en un estado lastimoso, flagelado y coronado de espinas (Ecce homo). La plebe quería más sangre y exigió la crucifixión, a la que accedió Pilatos harto ya de mediar en un asunto que ni le iba ni le venía, mandando escribir en una tablilla: "Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum" (INRI). Los sacerdotes se percataron de que el rótulo era, de hecho, una confirmación de la verdad del Mesías y demandaron su rectificación, a lo que Pilatos se negó diciendo: "Lo que he escrito, escrito está". Aunque se lavara las manos en su famosa palangana, Pilatos respetó a Jesús más que sus propios simpatizantes.

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