Cuando digo que soy de Algeciras son dos las reacciones que casi siempre obtengo. Una relacionada con la droga. Otra, con la inmigración. En una paradoja perniciosa, lo que debería generar repulsión levanta admiración, y lo que habría de ser motivo de ejemplo y orgullo pasa a engendrar cierta aversión. Del "qué guapo, he visto vídeos de persecuciones a narcotraficantes y son la leche" se pasa al racismo -no digo que consciente- de "hostia, allí hay mucho moro, ¿no?".

Algeciras ha dejado en mí un legado valiosísimo: la normalización de jugar al fútbol con un marroquí, echarse unos tazos con un mauritano, tomarse una copa con un camerunés y de que uno de tus mejores amigos se apellide Akzoul. La consternación por el asesinato de Diego Valencia y el ataque casi letal a Antonio Rodríguez continúa hoy vestida de ubicuidad y se propaga como un virus por los algecireños que vivimos en Madrid, Barcelona, Londres, Nueva York o Tokio, porque se ha manchado de sangre la plaza de nuestras vidas. Porque el crimen se ha producido en un lugar al que la demografía ha ido poco a poco llamando ciudad, pero que mantiene intacta la idiosincrasia de un pueblo que ríe, canta, llora y sufre unido. Porque Diego Valencia es mucho más que Diego Valencia en Algeciras. Aquí, Diego Valencia es también el marido y el padre de.

Pero hoy, desde un profundo dolor por el que es muy difícil escribir sin excesos dramáticos, algo que tan poco casa con el oficio, heme aquí para reivindicar el ejemplo histórico de mi gente. Para gritar con el mismo orgullo Iulia Traducta, Al-Yazira al-Jadra y Algeciras. La ciudad que tres veces se fundó. El rincón que acoge a más de 120 nacionalidades. El refugio enriquecido de culturas, cuya pacífica y modélica convivencia ha venido a mancillar un ser repugnante que no representa nada ni a nadie y que, cierto es, emerge como una anomalía en el sistema por la que las autoridades habrán de dar respuesta. Pero también estoy aquí para recordar que el catolicismo es incompatible con el deseo de cierre de fronteras y deportación de quienes sienten el mismo asco que nosotros por el asesino de Diego Valencia.

La labor que se nos presenta hoy como pueblo es quizá una de la más importantes de nuestra historia: vindicar frente a aquellos que fantasean con una noche de cristales rotos el ejemplo de acogimiento y diversidad que representamos. Porque el sur del sur es y siempre ha sido la materialización de una manera de vivir que en otros lugares resulta utópica, si no rechazada. El moro y el negro, qué duda cabe, también hacen Algeciras. Lo que esta convivencia y aceptación revela es uno de los grandes motivos de orgullo que nuestro pueblo debe llevar por bandera.

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