Hacia el final de la tarde, la estancia queda iluminada por el aliento ambarino del sol cansado. El gran astro encarrila la hora del asueto con esa manía suya de la certidumbre del día que acaba y la vacilación de las horas venideras. Se huele el misterio del crepúsculo, ese que marca, inexorable, un posible cambio en el destino, un no ser mañana lo que se es hoy.

Torea El Juli y Lorenzo permanece impasible frente al televisor sentado en su sillón orejero con el ánimo de quien quiere ver y no puede, de quien quiere sentir y está hueco. Un escalofrío de realidad sacude intermitentemente su cuerpo y disfruta de verónicas, chicuelinas y gaoneras. Las saborea apresuradamente como un fumador ansioso y se refugia en la fugacidad del momento.

Observo a Lorenzo desde el sofá con mis muslos resguardados en los faldones de la mesa, mientras el brasero aprieta y apaga el frío de las horas muertas de febrero. Analizo y estructuro su figura encorvada, sus manos cansadas, llenas de venas azules y gruesas, que anuncian una senectud acelerada. El suyo no es el reloj de un jovenzuelo ni de un zangolotino. Es anciano, pero sus agujas son ágiles y rápidas.

Su pelo, marchito y casi independizado del cráneo, queda secundario ante el protagonismo de grandes lunares, pústulas y heridas debidas a un inconsciente rascamiento. Me palpo la cabeza en busca de factores hereditarios que me anuncien Lorenzo futurible. Encuentro, a mis diez años, un par de lentigos ligeramente pronunciados entre el cabello denso y fuerte. Respiro aliviado porque también mis manos, desprovistas de surcos de sangre tangibles, guardan todavía la esperanza de una vida.

Lorenzo aparta la vista de la televisión y me descubre observándole. Sobre la mesa hay una montaña de libros. Alterna varias veces la mirada, como el espectador de un partido de tenis, entre el papel y yo. Dos, tres, cuatro veces hasta detenerse en mí. Con circunspección y semblante definitivo me grita: "¿¡Qué haces!? ¡Quítate esos libros de la cabeza!". El corazón se me sale del pecho y mis ojos tornan brillosos de puchero inminente.

Lola entra en el salón con una tranquilidad rutinaria. "¿Qué pasa, Lorenzo?", pregunta. "Puta, eres una hija de puta. Te odio. ¡Guarra!", contesta. Dolores me mira y me calma con un guiño y una sonrisa complaciente. "Venga, Lorenzo, ya está". "Te odio, te od…". Antes de volver a la cocina, Lola se acerca a mí, me besa la frente y desliza su pulgar por mi mejilla. Lorenzo vuelve a las verónicas de la pequeña pantalla. Con el sol bermejo, ya letárgico y exánime, distingo en su rostro translúcido una lágrima de realidad y de cordura que brota de sus ojos. Su faz ya solo refleja un arrepentimiento que diez segundos más tarde nunca habrá existido.

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