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Ignacio F. Garmendia
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No es una provincia sola [...], sino muchas que hacen una; porque, si bien se nota, cada potentado es casi un rey y cada ciudad una corte [...] Eso mismo hallo yo que la ocasiona su mayor ruina y su total perdición, porque cuantos más potentados, más cabezas; cuantas más cabezas, más caprichos; y cuantos más caprichos, más disensiones”. Esto hace decir Gracián en El Criticón a Critilo y Andrenio sobre la Alemania surgida de la paz de Westfalia. Más de doscientos años le costó salir de esa situación al país germano. Somos afortunados, nosotros aún no llegamos a cincuenta.
El tristísimo espectáculo de la nación española rindiéndose ante un criminal que intentó la voladura del orden constitucional, de su integridad territorial y de la paz, está directamente relacionado con el asentamiento sin contrapeso suficiente de una estructura política que lleva, de escalón en escalón, a la degradación de todas las instituciones y al acabamiento de la democracia. Ha tenido que llegar un personaje de la catadura de Pedro Sánchez para que todo eso, tan largamente anunciado, se haga realidad ante nuestros ojos.
He escrito “sin contrapeso suficiente”, pero esto no es exactamente así. Ese contrapeso existe y ya actuó, decisivamente aunque con equilibrio y moderación, para solventar la agudísima crisis de 2017. El Rey posee instrumentos perfectamente legítimos y estrictamente constitucionales, para impedir una investidura que desgarra a la nación y la asoma al abismo. No proponer a un candidato cuyos apoyos no se dignan a expresarlos ante el monarca, como ordena la Constitución, obligaría a nuevas elecciones en dos meses. Sánchez lo sabe, por supuesto, y se ha podido leer que, en su ansia por un poder que las urnas no le han concedido llanamente, ha llegado a amenazar a don Felipe con un referéndum no vinculante sobre la monarquía, que en su delirio cree ya ganado.
En la actual situación, el Rey no tiene más cometido ni misión auténtica que garantizar la unidad del reino y velar por ella. Los secesionistas saben bien que sus objetivos, de nuevo al alcance de la mano, pasan necesariamente por esa investidura espuria. La separación de Cataluña, incluso la de las Vascongadas, no supondría el Finis Hispaniae, pero sí el desencadenamiento de un vendaval que se llevaría por delante al Estado de las Autonomías y a la propia Monarquía. Don Felipe habrá de decidir.
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