NOTAS AL MARGEN
David Fernández
Un milagro por Navidad: salvemos al país
Desde la moderna terminal del aeropuerto, algunos de los pasajeros del vuelo de Málaga a Düsseldorf, tomamos un tren para Colonia. Al poco de ponerse en marcha, un grupo de compatriotas empiezan a comentar en voz alta las incidencias del viaje: el hecho de que no hubiera taquillas en la estación y tuviesen que recurrir a unas complicadas máquinas para sacar los billetes; el mal tiempo y el frío que encontraron a su llegada y, sobre todo, lo difícil era entenderse con los alemanes.
Al poco tiempo las miradas de los pasajeros autóctonos se clavaron en ellos y con el universal gesto de sobreponer el dedo índice sobre sus labios cerrados les pidieron silencio. “¡Ni que estuviésemos hablando a gritos!”, se ofendió una de las señoras que más animaba aquella cháchara tan ajena a las costumbres teutonas.
Era mi primer viaje a Alemania y la omnipresencia del silencio me sorprendió agradablemente. Acostumbrado al ruido de fondo en autobuses y trenes españoles, a escuchar bochornosas intimidades en conversaciones telefónicas de vecinos de asiento y a no disfrutar de paz ni quietud ni en ese vagón que Renfe denomina eufemísticamente “vagón del silencio”, tuve la sensación de que los alemanes consideraban el ruido como una forma más de contaminación y, al igual que allí vi –hace más de 20 años– por primera vez la separación de basuras según el tipo de residuos, no pude menos que admirarme del silencioso tráfico que transitaba sus calles, sin cláxones sonando, sin descerebrados conductores emitiendo música satánica a todo volumen con las ventanillas bajadas y sin motos petardeando con sus tubos de escape trucados.
En los bares y restaurantes se respira una atmósfera que aquí solo se puede encontrar en las bibliotecas. La gente conversa en voz baja e incluso ni siquiera te molestan los aleatorios compañeros que se sientan a tu lado (allí es habitual sentarse en bancos corridos en lugar de mesas individuales).
Suelo escribir estas colaboraciones para Europa Sur en una cafetería mientras desayuno y a fuerza de “entrenamiento” tengo que decirles que soy inmune a risotadas, parloteos y guirigáis, sin embargo, a veces, la frescura del personal te deja alelado. Entra una señora que le dice a la que encuentra en la mesa con su niño: “¿Cómo estás, chocho? ¡Te veo más gorda, cabrona!” “Ya ves” –responde resignada la aludida–. “Culo y tetas. Cada vez tengo más culo y más tetas”. En el interín, el niño se levanta y se pone a corretear entre las mesas. Su madre le recrimina, cómo no, gritando: “Kevin, cabrón, ven aquí y tómate el cola-cao”. Como bien dijo Mark Twain: “Es mejor estar callado y parecer estúpido que abrir la boca y disipar las dudas”.
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