ad hoc

Manuel S. Ledesma

El cementerio de elefantes

15 de febrero 2012 - 01:00

LA película Tarzán y su compañera (1934) es sobre todo conocida por la escena en que, estando Tarzán (Johnny Weismüller) coqueteando con Jane (Maureen O´Sullivan) sobre las frondosas copas de los árboles selváticos, la chica -se comprende que menos diestra que el hombre-mono en eso de las caminatas arborícolas- da un traspiés y cae al agua con tan mala (¿?) suerte que su exiguo vestido queda prendido de una rama y, en consecuencia, permite que los espectadores se deleiten (eso sí, sólo a medias por la puñetera turbidez de los ríos africanos) durante un buen rato con las evoluciones acuáticas de una despelotada Jane que a juzgar por las habilidades natatorias que -además de su cuerpo- exhibe, no necesitaba para nada que Tarzán se tirase detrás de ella para salvarla. La escena se resuelve con la desnuda figura de Jane parcialmente tapada por unos hierbajos y rogándole a la mona Chita que se deje de monerías y le devuelva de una vez el pedacito de tela con la que se cubrirá (para infortunio del espectador) el resto de película. Sin embargo y aunque eclipsada por la hermosa anatomía de una O´Sullivan en todo su apogeo, es en esta aventura de Tarzán donde se hace referencia por primera vez al cementerio de elefantes, ese mítico lugar del que ya había dado cuenta el explorador Livingston y que en la película sirve de excusa para enfrentar a un ecologista Tarzán con unos civilizados malos que pretenden hacer negocio con el marfil de los paquidermos.

Ya sea realidad o leyenda, lo cierto es que la expresión "cementerio de elefantes" ha quedado acuñada como metáfora que hace referencia a aquellos lugares -generalmente órganos administrativos- donde se retiran los personajes que han rendido un servicio, en teoría, al país y, en la práctica, vaya-Vd.-a-saber-a-quién. El Consejo de Estado es quizá la institución por excelencia a la hora de servir como mausoleo de personas supuestamente ilustres: Tiene tradición histórica (lo creó Carlos I en el siglo XVI), no sirve para nada (emite dictámenes no vinculantes a petición de los gobernantes) y la pertenencia al mismo está excelentemente remunerada (71.000 euros de vellón al año). En contraste con la estrechez en la que viven la mayoría de los españoles este órgano consultivo (de pacotilla) se lleva anualmente 10,4 millones de euros del presupuesto y contribuye solidariamente (junto con el Senado, las autonomías, los defensores del pueblo… y un sinfín de inútiles consejos y observatorios) a empujar a España hacia la ruina. La prueba del nueve que demuestra el descrédito de la institución es que el último de los prohombres que ha ingresado en ella ha sido Zapatero que así unirá su talento, entre otras figuras, a ese proletario de lujo que es Rodríguez Ibarra y al prodigio de jubilada que es la Sra. de la Vega (ahora, ejerciendo de sucedánea española de Benjamín Button) para formar parte de un selecto grupo de jubilados de oro a los que les importan un pito las necesidades de sus conciudadanos. Lástima que no tengamos un Tarzán para que -grito mediante- despertase a nuestra anestesiada sociedad civil para quitarles de una vez la careta a esta caterva de caraduras.

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