Cambio de sentido

Con esa cara

Por lo general, el prójimo próximo no es tan malaje ni tan feo como pensábamos

A cualquiera -a cualquiera que le siga corriendo sangre por las venas en vez de datos móviles- le ha sorprendido alguna vez su propio llanto en plena calle, como a quien le coge un chaparrón sin paraguas, y se ha llorado encima por causa de una mala noticia o por un irreprimible desahogo. Las veces en las que esto me ha pasado he sentido un gran pudor, tanto que he llegado a proponer (broma) la instalación de lloródromos públicos para no decepcionar a los turistas ávidos del alegre panderetismo de la falsa Andalucía. Desde que entendí que apenas nadie mira a la cara de nadie, alguna vez me he dado el gusto de atravesar a moco tendido las calles concurridas, como una dolorosa.

Escribía Antonio Colinas que los humanos ya no tienden sus manos hacia los astros. Pero tampoco la mirada hacia los demás. No somos por ello malas personas, sólo más ensimismadas. Me doy cuenta al pasar por caja, al saludar en el ascensor, en una cola, en el metro, en la barra del bar: no miramos a aquellos con quienes interactuamos en persona y, sin embargo, no paramos de mirar caras como máscaras en Instagram. Me voy cuenta también de lo fácil que es (aún) partir esa burbuja. Entonces, todo vuelve a la vida o, mejor dicho, una vuelve a la misma, y da gloria: por lo general, el prójimo próximo no es tan malaje ni tan feo como pensábamos.

Digo todo esto no por escribir un artículo vitamínico, sino para colegir que, por no echarnos cuentas, estamos perdiendo información valiosísima: la que nos da el contacto humano y lo que está escrito en el rictus y en el fondo de los ojos. No es plan de escrutarle el careto a nadie, pero sí de entrever la cara del que sabe, por ejemplo -válgame la expresión de Agustín García Calvo-, que oculta bajo el rostro de escayola y la voz tonante a un cretino que lo ignora todo de sí mismo. O el aire de majestad de algunas señoras en bata de casa, o la máscara del psicópata, o la luz bajo la sombra de ojos, el espejo del narciso, la frente astillada de exigencias, la boca del silencio… A quienes venden su dignidad al mejor postor se les desdibuja el rostro.

En ocasiones alcanzamos a ver sin invadir, y a ser vistos igualmente de veras. Es cuando solemos tocar belleza y aprendemos que no hay maquillaje ni filtro que valga ante quienes nos ven, y que, muy probablemente, aquello que nos esforzamos en maquillar es por lo que al fin somos amados. "Te como esa cara", dice, divertido, el chico de la casa. "Un honor", contestamos.

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