Privilegio obliga

La tradición a la que se acogen y el cariño con el que se acogen salvan nuestros escritos

Conozco a uno. Me cuenta que su madre es muy lectora mía. Eso, para mí, que tengo a las madres en la cumbre de mi jerarquía moral, ya es mucho. Añade que le regaló mi libro de aforismos. Oh. Entonces recuerdo a Borges. Cuando alguien le dijo en una calle de Buenos Aires que había comprado su libro, contestó alborozado: “¡Ah, fuiste tú!”. Lo más estremecedor, sin embargo, estaba por venir. Su madre terminó de perder la vista poco después, así que mi libro fue el último que leyó.

Por supuesto, ahora su hijo le lee en voz alta –a veces mis artículos, ojalá éste– y eso le gustará a ella aún más que leer sola, forzando la vista en los últimos tiempos; pero la lectura tiene una dimensión sacra, crea un silencio fecundo, que no se sustituye con nada. Qué privilegio que mis pequeños aforismos (no es pleonasmo) fuesen su despedida de la lectura.

Recordé de inmediato a mi amiga la profesora y editora Ana Rodríguez de Agüero. Hipocondríaca como buena letraherida, pasó unos meses –que coincidieron con aquellos en los que yo estaba convencido de que me quedaba irremisiblemente sordo– pensando que ella se quedaba ciega. Veía la cosa tan inminente que dio por sentado que no le daría tiempo a releer la Biblia. Como la Divina Comedia la explica todos los años a sus afortunados alumnos, se la autoconvalidó. Decidió despedirse de los libros con La Ilíada y El Quijote. El alba y el ocaso de la épica, nada menos.

Aplaudo su elección y aplaudo la solemnidad que quiso dar a la despedida de la tinta y el papel. Y me alegro de que haya salido, tras la breve operación, con mejor vista que antes. Por contraste, que fuesen mis aforismos en vez de Homero lo que la madre de mi nuevo amigo leyese por última vez me llena de congoja. ¿No le di gato por león?

Me consuela pensar que mis aforismos son enanos –claro– en hombros de gigante, y que en ellos se palpa el espíritu de la Biblia, de la Comedia, de El Quijote y trazos de La Ilíada. No por sí mismos, pero sí por la tradición a la que se acogen como a sagrado, mis aforismos podían vicariamente merecer el privilegio. Y, por supuesto, por ser un regalo de su hijo: el amor cubre multitud de defectos.

Mi lección personal, más allá del agradecimiento y la emoción, es que hay que cuidar mucho cuanto se escribe. Nunca se sabe quién ni cómo ni cuándo ni para qué leerá unas palabras nuestras cualesquiera. Tienen que llevar siempre una semilla de trascendencia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios