Por montera
Mariló Montero
Vox y Quasimodo
Emerge en el andén de Atocha en unas proporciones absurdas que se vuelven aún más ridículas al lado de sus hermanos menores. Ellos presumen de formas aerodinámicas y de pintura fresca; él aguarda leproso y letárgico, y lo conforman acentos abruptos y rectilíneos que invitan a la lentitud.
Lo observo y me digo: “Este tren tose. Lo escucho toser y agonizar. Una tos flemática y una agonía estertórea”. Lo examino con cierta condescendencia, como si Walt Disney hubiese hecho de él un personaje que ama, sufre, ríe y llora. Un hombre me golpea con el hombro. Lo miro, pero pasa de largo con el ritmo y las maneras de quien va directo a la tumba. Observo a la gente. Sus caras son grises y cadavéricas. Si las tocase, sería como introducir mis dedos en una montaña de ceniza. Quien en este tren se monta para ir a Algeciras no lo hace llevado por el afán de viajar, sino porque no le queda más remedio. Más que júbilo y vacación, parece que en destino le espera una obligación o una mala noticia.
Uno no tarda en impregnarse de esta atmósfera apocalíptica. Sentados en el vagón, molesta especialmente la señora que habla mucho y demasiado alto o el tipejo que suda y huele mal. Los pensamientos homicidas acuden a la mente cuando el bebé del 4A no para de llorar o el perro salchicha del 2B ladra con la misma frecuencia con la que se respira. Molesta, molesta mucho, porque sabes que una de esas cosas o todas a la vez te acompañarán durante un mínimo de 6 horas.
Miro por la ventana y veo un labrador bello y juguetón que corre en paralelo al tren por unos campos de olivos. Pero hasta este perrito achuchable parece burlarse de nosotros cuando no tarda en adelantarnos. Este trenecito de bazar que recorre vías que revientan si por ella se discurre a más de 170 kilómetros por hora se para, como cada día, en Antequera. El revisor habla por el altavoz. Son las 18.20. “Señoras y señores, permaneceremos parados hasta las 19.15. Disculpen las molestias”. Miro alrededor y nadie protesta. Encajan el contratiempo con la serenidad de la costumbre. Algo así en el AVE Madrid-Barcelona se paga con el amotinamiento y con un “@Renfe esto es una vergüenza” en Twitter.
Llegamos a Algeciras a las 21.44 después de 7 horas de viaje. El tren emite un chirrido angustioso y sé que está pidiendo la eutanasia, pero el Ministerio de Transportes está lleno de objetores de conciencia. Avanzamos por el andén como si se nos hubiera muerto el padre a todos a la vez. Un trabajador de la estación con un chaleco reflectante bromea con los que llegamos: “Bueno, hoy solo una horita tarde, no quejarze”. En este trayecto, ni una vez terminado, dejan de reírse en tu cara.
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