Aprender a abstenerse

Hay algo que ningún hombre debe permitir, y es la aniquilación de sus frágiles recuerdos

Hace ya mucho tiempo que los más sabios comprendieron la conveniencia, además de la elegancia, de abstenerse de espectáculos de masas y de toda ocasión que propicie las aglomeraciones. La reciente experiencia de las bochornosas celebraciones hispalenses del V Centenario del regreso a casa de los exhaustos tripulantes de la nao Victoria puede servir de ejemplo confirmatorio. La prensa, los comentarios indignados en las ediciones digitales, el testimonio de los amigos que picaron en alguno de los diferentes anzuelos ofrecidos a los sevillanos han sido lo bastante elocuentes como para convencerme de lo bien que hice al quedarme en casa, pese a la leve incomodidad que me producía no sumarme a la curiosidad ciudadana en tan notable circunstancia, y a la moderada emoción patriótica que inicialmente me suscitó el anuncio de los actos.

Pero antes y más allá de tales o semejantes coyunturas, ¿quién no ha tenido que decirse, tras la última desilusión, que ahí quedan para siempre la Alhambra o el Louvre, la plaza de San Marcos o, ¡ay de mí!, el Alcázar de la misma Sevilla? Hay algo que ningún hombre debe permitir, y es la aniquilación de sus frágiles recuerdos, tantas veces vinculados a paraísos hoy perdidos por manoseados. Es el momento, quizá, de los destinos considerados irrelevantes, de las comarcas escondidas, de las ciudades olvidadas. El recordado Ernst Jünger, que obtuvo las mayores condecoraciones imperiales por su heroísmo en esa gran jornada de caza al acecho que fue la guerra de trincheras, comprendió años después la superioridad sobre cualquier otra de la "caza sutil", como él llamaba a su afición por la captura de insectos, de los que llegó a poseer una prestigiosa colección.

Quizá fuera el mismo Jünger, me parece recordar, quien en algún lugar reparaba en lo que durante siglos estuvo unido a cualquier sueño de varonil felicidad: tierras, hijos, caballos, armas, las piedras preciosas y el oro, también los esclavos durante siglos y en todas partes. Tras la reducción de la era igualitaria y el actual hollamiento de lo sagrado por las masas, antes de la solución pascaliana de la quietud feliz en una única habitación, aún nos queda la posibilidad de la renuncia, de la abstención de tanta superfluidad para concentrarlo todo en una panoplia infalible: el cultivo de la vocación o del oficio, el amigo, el libro, el pequeño jardín, el amor y el hijo.

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