Hace dos años tenía un bebé menos y varios vicios más. Del que más me costó desprenderme fue del vicio del hambre. Adoraba sentir el estómago vacío, y ese vacío deseado era extrapolable al resto de órganos del cuerpo. Incluida mi mente. Cuando empezaba a notar la punzada del ayuno, en lugar de dolor, experimentaba una cierta levedad, una paz, que ninguna otra actividad me proporcionaba. Y jugaba a descubrir hasta dónde podía llevarme esa sensación. No era cuestión de estética, ni desagrado por la comida, sino más bien la satisfacción de experimentar una carencia que yo misma podía controlar, la única quizás. No siempre fui así, curiosamente en mi adolescencia me caracterizaba un deseo insaciable de tragar, de tragar dulces, de tragar hombres, de pegarme a seres tanto vivos como inertes para volverme parte de ellos. Gané mucho peso y me enamoré muchas veces antes de convertirme en un fantasma de 47 kilos cuyo vínculo afectivo preferido era el vacío más absoluto. La incómoda verdad es que el control sobre el alimento y las emociones me hacía sentir un poder que en años anteriores me habían arrebatado una y otra vez. La incómoda verdad es que mi adicción no era una extraña anomalía aislada, sino que, como he aprendido más adelante, parece tratarse de un fenómeno globalizado. Somos la generación que ha aprendido que solo puede confiar en la ausencia. En la ausencia de un futuro digno, en la ausencia de un sueño cumplido, en la ausencia de estabilidad. Como cualquier animal, nos hemos adaptado al medio. Para qué luchar por un futuro que tan pocos pueden alcanzar, por qué perseguir un sueño que casi nadie consigue cumplir, por qué querer la estabilidad que vimos en nuestros padres si ahora se antoja inaccesible. Para qué amar si no podemos crear un hogar. Algunos animales, como los roedores, se comen a sus crías cuando perciben que el entorno no es apropiado para la vida. Lo hacen como forma de asegurar su propia supervivencia y de paso evitar una existencia deprimente a sus vástagos. Nosotros, por suerte, no hemos llegado tan lejos. Nos limitamos a destrozar corazones y decidir no tener hijos, algo bastante menos desagradable que el canibalismo. Y así proclamamos este vacío como nuestro estilo de vida. Y tras una maravillosa jornada de ayuno y soledad, nos sentamos con nuestros móviles en el sofá. Y nos tropezamos con un artículo sobre la poca responsabilidad emocional de los jóvenes de hoy en día. Como el pobre famélico al que le recriminan no valorar el arte de la alta cocina. Y una punzada diferente a la del estómago nos azota. La punzada que provoca la rabia de saber, muy en el fondo, que nos empujaron al deseo de no sentir, de no construir.

Al fin y al cabo, qué mejor forma de superar la escasez de alimento que enamorarse del hambre que nos invade.

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