Sí, esta es una columna sobre el cartel. Otro artículo. Otro pesado. Y no hace falta aclarar más. Es increíble que sólo una semana después parezca un tema tan antiguo. Y las controversias proseguirán, con sesgo político más que artístico o religioso. Y es sorprendente, aún, que un asunto que apenas trascendería lo local, o regional, y de un ámbito especializado como el de las cofradías, haya copado tantas horas de tertulias y de información en todas partes, se hayan compartido miles de memes (algunos ingeniosos, otros de dudoso gusto, la mayoría reiterativos) y su eco prosiga cansino en derivaciones de a ver quién es el más ocurrente o provocador. Si alguien ha salido beneficiado de toda la polémica ha sido el propio autor, Salustiano, sabedor que su Resucitado no iba a caer en la indiferencia. Pero ni él mismo hubiera imaginado el grado de viralidad que alcanzarían las opiniones e interpretaciones de lo que concibe como una imagen serena y juvenil de la esperanza y la redención.

Desde el domingo los todólogos se afanaban por aportar sus observaciones de lo que es, o no, la Semana Santa de Sevilla, de la sexualidad de una pintura cristífera como tantas hay en nuestro pasado o de lo impresionables o sugestionados que son los otros, los demás. Demasiados apuntes alejados de lo que es una expresión artística nacida para anuncio e identificación popular.

Se han carbonizado todos los campos visuales por un cartel que sólo unos pocos han visto en realidad, en su integridad como obra de arte. Se opina en verdad por un recuadrito en el móvil, una inserción en el televisor, una impresión en el periódico. Indignaciones por un cartel reducido a un sello que aparece en el cristal. Ese joven que es traslación de Cristo habrá que observarlo de cerca, a los ojos, y a la medida en que fue plasmado. Acercarse a su gesto y a sus llagas. Y tal vez, en un ejercicio de tolerancia y moderación, valorarlo. Es justo que no nos pueda gustar, pero injusto caer en el juego de la viralidad visceral mediática y política.

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