Hablamos de la generación del desarrollismo, de la que tuvo la nevera más o menos llena, mucho esfuerzo de las familias, un mundo que parecía cambiar rápido, pero no tanto como ahora, y sólo dos canales en el televisor, si acaso. Durante todo ese tiempo en el que España dejó el blanco y negro a ponerse de colores, de las camisetas de aire de la posguerra a las de rayas de Adidas, el portero gallego Miguel Ángel, representación en sí misma de un Real Madrid de valores autóctonos, nos acompañó durante años y nos parecía que era un anciano que nunca le llegaría la hora de retirarse. Sin embargo, ay, fallecía esta semana de ELA a los 76 años.

Tan discreto, sobrio y efectivo en el campo, en el banquillo y en la vida, su bigotón de persona seria nos acompañó durante casi 20 años, 1968-1986 en el Real Madrid, toda una vida para él, media vida para nosotros, devoradores del As Color y los programas en cine del circunspecto Miguel Ors.

Miguel Ángel estaba bajo la portería en el primer partido de un Mundial que vieron millones de españoles, el debut en Austria en el Mundial 1978. Fue un partido tan decepcionante como memorable y de los pocos que se pudo salvar fue el guardameta madridista, que atajaba los balones como un gato, su mote, como el de su perpetuo compañero, García Remón, otro tío de bigotes.

El encuentro más estelar que se podía tener de Miguel Ángel, artista como su tocayo, era que apareciera en forma de cromo con los phoskitos que empezaron a sazonar nuestro colesterol. Aparecía y desaparecía en esas rotaciones de cancerberos blancos y serios. Parecía que se iba a jubiliar cualquier día y al final tenía cuerda para rato. Incluso para ser suplente en el Mundial 82 y no decir ni pío de las cantadas de Arconada.

El fallecimiento de Miguel Ángel nos muerde en las nostalgia, un bocado a los recuerdos infantiles cuando éramos felices asomándonos a un Bernabéu en blanco y negro.

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