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La vida desde un lugar de La Mancha

Antonio Muñoz Molina firma un autorretrato sincero y emocionante en ‘El verano de Cervantes’, en el que el autor de ‘El jinete polaco’ recorre la compañía que le brindó el ‘Quijote’ a lo largo de su biografía.

El escritor Antonio Muñoz Molina, el pasado junio durante la presentación en Madrid de su libro ‘El verano de Cervantes’. / Fernando Sánchez / EP

La ficha

El verano de Cervantes. Antonio Muñoz Molina. Seix Barral. 448 páginas. 22,90 euros

A Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1959) le ha ocurrido con los años que se ha convertido en ese lector duplicado del que hablaba el poeta norteamericano Wallace Stevens. Quiere decirse ese lector que se convierte en el libro mismo mientras lo está leyendo. En el autor de El jinete polaco hay detrás toda una vida acompañada por el Quijote. Desde la niñez rural a la plena madurez dorada (en lo físico y en lo intelectual), leer el Quijote le ha ido conformando espacios de memoria y vida gracias al gran libro de libros que escribió Miguel de Cervantes.

Dice Muñoz Molina que El verano de Cervantes es precisamente una lectura propicia para los meses de verano. Uno puede abandonarse a las andanzas del ingenioso hidalgo en las horas que en teoría se desembarazan de los quehaceres obligados y las estrechas rutinas. Incluso las aventuras y desventuras del caballero don Quijote y el fiel Sancho Panza discurren siempre a lo largo del verano manchego en las dos partes en las que fue escrita la novela (1605-1615).

Si no el mejor, acaso el más profundo Muñoz Molina se halla en estas páginas por lo que guardan de intimidad y de autorretrato sincero. La memoria personal, la crítica literaria y todo un ejercicio cervantino de literatura comparada (Melville, Flaubert, Faulkner, Jane Austen, George Eliot, Joyce) conforman un mismo espacio narrativo. No disuena el ámbito de la memoria en la Úbeda de la niñez con la disección literaria que se hace del Quijote, que es acaso y finalmente la obra maestra e inmortal de un gran trampantojo. Diríase incluso que es como una suerte de prodigioso acertijo de inicio a fin.

Aflora como siempre ese reconocible estilo tan de Muñoz Molina, hilvanado por el fraseo largo, la cadencia sinuosa pero no fatigante. La emoción reclama ahora su sitio. Leer ciertos pasajes nos regala momentos emotivos de grata felicidad, tanto por la empatía que sentimos hacia el urdidor oculto en su propia obra (Cervantes), como hacia el propio Muñoz Molina, quien no ha escondido las sombras de una depresión sufrida en el último año. De añadido, a uno también le embarga la emoción y la piedad por el ingenioso hidalgo, a quien vemos reflejado no tanto en su locura a veces colérica como en su enternecedora incapacidad de discernir lo real de lo imaginario, el vulgar entorno manchego del deformado fulgor de las ilusiones caballarescas.

Del arcón de literatura y fantasía que es el Quijote da cuenta un buen número de páginas escritas entre el ensayismo y la crítica por libre. El intríngulis acerca de la autoría de la novela (atribuida al arábigo manchego Cide Hamete Benengeli), así como la presencia solapada o manifiesta del propio Cervantes en la obra, dan forma al volumen crítico del libro. Todo ello sin menoscabo del misterio y, también, de cierto regusto policiaco con el que Muñoz Molina envuelve lo que no es si no el discurso pleno y colmado de una relectura total, hecha de lecturas anteriores y fruto de los jirones de la vida en los que fue leyendo el Quijote (evoca el autor, por ejemplo, su lectura durante la mili en el Cuartel de Cazadores de montaña en San Sebastián, como reflejara en sus memorias de aquella época cuartelera y medio democrática en Ardor guerrero).

El verano de Cervantes es también un viaje circular por entre el paisaje de la vida. Parte de la Úbeda de la infancia y la adolescencia, y llega, en último término, a los territorios físicos de la Mancha que el autor, buscando las huellas del Quijote, tuvo a bien visitar en alguna que otra excursión reciente. Recuerda el autor cuando de niño, en un ámbito familiar poco propicio para la lectura, leía las peripecias del loco tocado con su bacía de barbero. Debía aislarse en lo posible en el hogar, rodeado de productos de la última matanza, aperos para bestias y utensilios para las faenas agrícolas. Era el cuadro costumbrista en aquella casona de labriegos, sin baño ni agua corriente, situada sobre el perímetro de las afueras de Úbeda, en la calle que llevaba al terraplén donde las huertas y donde empezaba, no lejos de las ondulaciones de Sierra Mágina, el camino antiguo hacia Granada.

Las páginas postreras de El verano de Cervantes dan cuenta de la citada visita por parte de Muñoz Molina al espacio manchego que alumbró la historia de don Quijote de la Mancha. Paradas en El Toboso, en Puerto Lápice, en la cueva de Montesinos. Un territorio, una idea de lugar literario no en exceso maleado por el turismo, pese a los inevitables destellos del kitsch en rótulos, productos de la tierra y en cierta estatuaria relativa al disparatado hidalgo. Leído el libro, su triste figura, que hacemos nuestra también, nos conmueve y enternece más que nunca.

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