Desde un imperio desconocido
El crepúsculo | Crítica
Philippe Claudel publica en España ‘El crepúsculo’, una parábola sobre la convivencia entre credos y temperamentos distintos en la que su autor afianza su reputación de sólido contador de historias.

La ficha
El crepúsculo. Philippe Claudel. Traducción de Juan Manuel Salmerón. Salamandra, 2025. 368 páginas. 21,85 euros
En Francia, que forma parte del Primer Mundo intelectual, el escritor es un profesional que no tiene por fuerza que pertenecer a una de esas dos clases antagónicas en que se dividen los escritores de países más menesterosos, la de los multimillonarios y las de los muertos de hambre. Hay una clase media compuesta por autores que artesanalmente desarrollan su carrera atendiendo a sus propios intereses y ritmos, y que van edificando una obra en la que pueden reconocerse, más allá, o más acá, de las tiranías del mercado y los caprichos del público. A menudo, las plumas más interesantes se encuentran dentro de este grupo: novelistas y cuentistas independientes, muchas veces marginales, que atienden a sus propias obsesiones aun cuando estas no coincidan con la de la mesa de novedades y pueden seguir oficiando de eso mismo, de novelistas y cuentistas, sin caer en la indigencia editorial o directamente el silencio. Yo me atrevería a avanzar que Philippe Claudel es uno de ellos.
La literatura francesa de ahora tiene a sus Houellebecqs y sus Lemaitres y sus Modianos, pero también a gente como este modesto lorenés de más de sesenta años, que en los últimos treinta, aparte de sus incursiones en el cine y otros formatos, se ha labrado una reputación más que respetable de contador de historias. Quien haya visitado sus títulos previos, fundamentalmente sus dos mayores éxitos hasta la fecha (todos publicados aquí por Salamandra), Almas grises y El informe de Brodeck, sabrá qué esperar de este El crepúsculo del que hablamos hoy. Los tres relatos, más otros que conforman igualmente la bibliografía del autor, comparten textura y propósitos comunes, por no hablar de caracteres y geografías. En primer lugar, el tiempo: Claudel suele hablarnos desde un pasado en sepia o blanco y negro, sin tubos de escape ni pantallas ni teléfonos móviles (ni teléfonos en general), en un vago limbo entre las guerras que desgarraron el siglo pasado, o quizá en el albor de ese mismo siglo. Y también el espacio: tediosas ciudades de interior, aisladas del gran mundo por colinas y ríos y rutinas atávicas, donde la vida discurre con la precisión y la pereza del viejo reloj del campanario. En esas coordenadas, asistimos a dramas íntimos, triviales, en medio de una atención sobresaliente a la naturaleza, los árboles y las aves, los cambios de estación y las profesiones que todavía conservan el tacto de la tierra y el mimbre.
Con Claudel nos hallamos ante uno de los mayores prosistas del francés actual
Igual que en otros de los títulos que acabo de mencionar, el desencadenante de la acción en El crepúsculo es un crimen: peaje de Claudel a la literatura masiva que, supongo, busca así captar a una mayor cantidad de lectores potenciales. Pero, aunque muy dentro del cuento haya un débil esqueleto policíaco, la carne y la sangre son más bien de otros géneros: asistimos aquí a una parábola sobre el sentido de la convivencia entre sociedades, credos y temperamentos distintos, encarnados en personajes trazados con un esmero que los convierte de inmediato en individuos fácilmente reconocibles. Si bien desde cierto ángulo podría considerarse el drama personal del capitán Nourio, esquinado en un pueblo gris de un imperio desconocido al final de un siglo que ya cubrió el polvo, la novela pronto se abre a otras criaturas (su ayudante, el bondadoso y estúpido Baraj, la joven indigente Lémia, el nobilísimo y altivo margrave Özle) hasta volverse un argumento coral que, más que detenerse en la biografía de ninguna de ellas, prefiere el ojo distraído, impersonal, del moralista o el sociólogo. En las mezquitas calcinadas y los inocentes sometidos a suplicio, el lector al tanto de la actualidad reconocerá tal vez una denuncia o un aviso.
Pero, también como en el resto de novelas anteriores, lo más admirable de El crepúsculo son seguramente sus frases: descripciones nítidas, retratos traslúcidos de hombres, mañanas, terrores y presagios, que, siempre con la colaboración de ese excelente traductor que es Juan Manuel Salmerón, nos hacen comprender que nos hallamos (y esto es mucho) ante uno de los mayores prosistas del francés actual.
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