Este artículo es continuación del que publiqué el pasado domingo 7 de septiembre en este mismo periódico, sobre la destrucción de Gaza y la obsesión sionista de crear una patria en Palestina donde los judíos pudieran vivir en paz y libertad.
Todos los que apoyaban este sueño, sabían –ya fueran judíos o europeos– que era una locura. Solo podía terminar en una catástrofe como así ha sucedido.
No se trataba de una colonización normal. No eran los líderes sionistas, los David Ben Gurión, Moshe Dayan, Golda Meir, Menachem Begin, Ariel Sharon, unos conquistadores cuyo objetivo fuera expoliar un territorio como habían hecho las naciones europeas en África en el Siglo XIX. Eran unos colonizadores agresivos y crueles, bien preparados, visionarios y pensaban que Palestina les pertenecía por derecho divino. Todo colonizador termina explotando a los colonizados; pero si además los invasores quieren vivir allí, tienen que subyugar y dominar a los nativos, e incluso expulsarlos y si llega el caso, destruirlos. Esto es lo que ha venido sucediendo y ahora, se está consumando.
Los sionistas empezaron a emigrar a principios del siglo XX e instalarse en la zona, a relacionarse con los nativos y poco a poco a controlar parte de la tierra. Así surgieron enfrentamientos y un clima de violencia creciente. Desde 1920, con el Mandato británico en Palestina, los radicales sionistas eran conscientes de que no había posibilidad de compartir el país con los palestinos. Sabían también que necesitaban del apoyo de Europa, y concretamente de Gran Bretaña, que fue la potencia que legitimó el proyecto con la Declaración Balfour en 1917 y luego, durante el Mandato. Ese apoyo inicial fue decisivo para que, décadas después, la proclamación del Estado de Israel pudiera imponerse. Tras el plan de partición de la ONU en 1947, la guerra con los países árabes vecinos consolidó por la fuerza lo que Gran Bretaña había facilitado desde el principio.
Fue una gran victoria para Israel; los sionistas se consideraron invencibles. Nadie los podía apartar de su objetivo, hicieran lo que hicieran; y mucho menos después de la gran tragedia que habían sufrido con el Holocausto. Tenían bula para atacar a cualquier posible enemigo, lo fuera o no.
Pero, como dice Rashid Khalidi en su libro Palestina, cien años de colonialismo y resistencia: "En el verano de 1949 la organización política palestina había sido devastada y la mayor parte de su sociedad, desarraigada. Alrededor del 80% de la población árabe del territorio convertido tras la guerra en el nuevo Estado de Israel se había visto obligada a abandonar su hogar y había perdido sus tierras y propiedades. Al menos 720.000 del total de 1,3 millones de palestinos que vivían en el país se convirtieron en refugiados. Gracias a esta violenta transformación, Israel controlaba ahora el 78% del territorio de la antigua Palestina del Mandato británico y gobernaba a los 160.000 árabes palestinos que habían podido quedarse allí, apenas una quinta parte de la población árabe de antes de la guerra".
Los dirigentes israelíes siempre han temido que la demografía palestina pudiera superarlos"
Palestina era, por tanto, un país semi destruido que solo se salvaría si se creaba un Estado palestino independiente, algo que los israelíes nunca han permitido; ni siquiera han aceptado el retorno de los refugiados a sus hogares. Más aún: cada enfrentamiento –y fueron constantes– servía de pretexto para nuevas expulsiones, alimentando la idea de una Palestina vacía de nativos. En el fondo, los dirigentes israelíes siempre han temido que algún día la demografía palestina pudiera superarlos. Han buscado reducir al mínimo la presencia árabe en su propia patria.
Al mismo tiempo, se obsesionaron con conseguir que la nueva gran potencia mundial, Estados Unidos, fuera su aliado y a ser posible, su cómplice. Ese vínculo comenzó a consolidarse con Kennedy pero se fortaleció con Lyndon Johnson, hasta transformarse en una alianza estratégica inquebrantable.
La siguiente obsesión fue crear un ejército invencible con armas de destrucción masiva. Lo lograron en secreto, y aún hoy el programa nuclear israelí es uno de los mayores misterios de la historia militar de la región. Se desconoce cuántas ojivas nucleares poseen –las estimaciones van de 80 a más de 200– y en alguna ocasión ha habido indicios de que estuvieron dispuestos a utilizarlas, especialmente en su confrontación con Irán. Podríamos decir que desde finales de los años 60 Israel tiene capacidad nuclear militar, y a partir de los 70 se consolidó como potencia atómica “no declarada”.
También se ha convertido en una nación de primer orden en la producción y exportación de armamento. Paradójicamente, los países árabes que lo rodean apenas fabrican armas propias, si es que fabrican algunas. Dependen de proveedores externos, mientras Israel ha convertido la industria militar en una de las bases de su poder económico y diplomático.
Desde la creación del Estado de Israel en 1948, la política seguida por sus dirigentes ha buscado no solo consolidar el nuevo país, sino ampliar sus fronteras, garantizar su supremacía militar y neutralizar a todos los países vecinos que pudieran cuestionar su existencia. Con el paso de las décadas, Israel no solo es una potencia regional sino el brazo de hierro de Estados Unidos en Oriente Medio, pieza clave de la Guerra Fría frente a la Unión Soviética.
Se puede decir que el Estado de Israel y sus ambiciones territoriales son el origen de la gran mayoría de los numerosos males que amenazan la región.
Tras la Nakba, la primera gran sacudida llegó en 1967. En la Guerra de los Seis Días, Israel derrotó a Egipto, Siria y Jordania en menos de una semana. El resultado fue la ocupación del Sinaí, Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este y los Altos del Golán. La victoria cambió la geografía y el equilibrio de poder: Israel multiplicó su territorio y quedó en control de los lugares más sagrados de Jerusalén. Desde entonces comenzó la política de asentamientos, que sigue hasta hoy. Para los pueblos árabes fue una humillación histórica; para los sionistas, el inicio de una era de expansión sostenida.
La Guerra de Yom Kipur en 1973 confirmó ese cambio. Egipto y Siria sorprendieron a los israelíes con un ataque coordinado, pero la ayuda masiva de Estados Unidos —un puente aéreo de armas, suministros y apoyo político— inclinó la balanza. A partir de entonces, Washington comprendió que Israel era un aliado indispensable. Nació la relación privilegiada: decenas de miles de millones de dólares en ayuda militar, acceso a la tecnología más avanzada, blindaje diplomático en Naciones Unidas: pasó a ser el portaaviones insumergible de EE. UU. en Oriente Medio.
Amin Maalouf recuerda en su libro El naufragio de las civilizaciones que el mundo árabe descendió a los infiernos tres veces en el siglo XX. La primera, al terminar la Gran Guerra en 1919, cuando las potencias vencedoras traicionaron sus promesas y renunciaron a crear el reino árabe que habían ofrecido al jerife de La Meca, a través del coronel Lawrence de Arabia. La segunda fue en 1948, con la creación del Estado de Israel. Y la tercera, la peor de todas, a la que ya hemos hecho mención, la Guerra de los seis días de 1967: en pocas horas, la aviación israelí destruyó prácticamente toda la fuerza aérea de Egipto, Siria y Jordania, y sus ejércitos de tierra se vieron obligados a retirarse ante el avance de las tropas comandadas por Moshe Dayan.
Aquella derrota no solo hundió a Egipto —el país que Ben Gurión siempre soñó con destruir, y en gran medida lo consiguió— sino que también humilló a su gran líder, Gamal Abdel Nasser. Destruyó, además, el nacionalismo árabe, que hasta entonces había sido la ideología dominante, modernizadora y en cierta medida laica. El auténtico beneficiario fue el islamismo político, que a partir de entonces ocupó el espacio dejado por el fracaso de los regímenes nacionalistas: un gran retroceso.
Esa supremacía se consolidó debilitando sistemáticamente a los vecinos. Egipto, tras los Acuerdos de Camp David (1978), reconoció a Israel, pero perdió su papel de líder árabe. Siria nunca recuperó el Golán. El Líbano fue invadido en 1982 y convertido en campo de batalla donde nació Hezbolá. Jordania, bajo presión, firmó la paz en 1994. Los países que rodeaban a Israel fueron fragmentados, divididos o condicionados por conflictos internos que los alejaron de cualquier posibilidad de enfrentarse unidos.
En los años ochenta, los dirigentes israelíes favorecieron la emergencia de Hamas para debilitar a Yasser Arafat y dividir a la resistencia palestina. Lo que en un principio parecía una maniobra táctica, acabó siendo un error estratégico colosal, toda vez que esta organización se consolidó como un movimiento armado y, paradójicamente, como excusa perfecta para la política israelí: cada cohete lanzado desde Gaza servía para justificar nuevos bombardeos, cada represión israelí legitimaba a Hamas como resistencia desesperada.
Con la caída de la URSS, Israel reforzó aún más su papel en el engranaje norteamericano: frenar a Irán, contener a Siria, mantener dividido al mundo árabe y garantizar el acceso a los recursos energéticos. Esa alianza desproporcionada convirtió a Israel en una potencia militar fuera de escala para su tamaño y en guardián de los intereses de Washington.
A la luz de la catástrofe actual, podemos decir que la creación del Estado de Israel no solo fue un gran error: no era necesaria y ha hecho mucho daño a todos los países que afecta; ha sido una tragedia para Oriente Medio y sobre todo para los palestinos, e incluso, para los propios sionistas. Los judíos que emigraron a Norteamérica, a Canadá o a Australia viven en condiciones de seguridad y prosperidad mucho mayores que quienes fueron a Israel. Porque se puede ser un gran pueblo sin necesidad de tener un Estado propio. De hecho, los judíos ya lo eran antes de levantar un Estado; y hoy, tras la limpieza étnica de Palestina –que nadie puede negar– han perdido esta grandeza.
La historia no perdona. Esta locura puede precipitar, además, la pérdida del sueño hegemónico de Estados Unidos, alentado por los halcones de Washington desde la era de Bush hijo y los llamados “vulcanos”. Europa, por su parte, finge sancionar a Israel, pero sus gestos no son más que un brindis al sol: solo tendrían algún efecto si se aplicaran también a Estados Unidos, verdadero cómplice y única potencia capaz de detener esta catástrofe. Y ningún país europeo se atreverá a hacerlo.
Nunca, hasta hoy, Occidente había sido cómplice de un genocidio"
La degradación humana de los líderes occidentales alcanza un nivel insoportable: ninguno ha hecho nada para detener la barbarie. Presidentes encumbrados como Clinton u Obama, que se presentan como hitos de la democracia, han sido incapaces de alzar la voz. Es una vergüenza mundial. Nunca, hasta hoy, Occidente había sido cómplice de un genocidio.
Incomprensiblemente los países árabes se han mantenido al margen: La UMMA ha dejado de existir y han optado por ser Naciones-Estado al estilo occidental. Puede que ello haya debilitado en gran medida la solidaridad árabe y los acerque más a un mundo occidental, en el que la ambición de poder y el crecimiento económico a cualquier precio, son los únicos valores importantes.
Rusia, India y, sobre todo, China se han puesto de perfil. Quizás piensan que, cuanto más se hunda Occidente en sus propios infiernos, más fácil será para ellos presentarse como alternativas. Puede que no se equivoquen. Pero mientras tanto, la vergüenza permanece: un crimen contra Palestina convertido en una herida contra toda la humanidad.
Israel desde el 7 octubre de 2023, apoyado por Norteamérica, ha atacado Palestina, Líbano, Siria, Irán y Yemen. Y ahora, recientemente, Catar, lo que “viene a pulverizar las negociaciones de paz”, aunque poco queda ya por destruir. Muchos de estos países han sufrido todo tipo de represalias decenas de veces. Los esfuerzos israelíes estos últimos días para expulsar a los pocos palestinos que quedan en Gaza están generando un “alud de muertos, heridos y personas sin techo”.
Las luces de la razón y las antorchas de la defensa de los derechos humanos se han apagado en Occidente. También en Oriente. Los megalómanos políticos y militares que gobiernan el mundo lo han llevado al borde del precipicio: puede que nos despeñemos en un futuro próximo.
Finalmente se puede decir que, si las naciones implicadas en este conflicto –dura ya cien años– hubieran dedicado para acabar con la pobreza global tan solo una cuarta parte de lo que han dilapidado en destruirse, no existiría ningún pobre en el planeta. La realidad demuestra que la codicia y la ambición pesan más que la justicia y la dignidad humanas.
Jerónimo Páez es abogado y editor
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